El arte de la resistencia

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Decía Max Horkheimer que toda reificación es una forma de olvido, por ello conviene reconstruir siempre la historia de las experiencias y formas de lucha en los frentes culturales conocidos para vivir y transformar el mundo que habitamos. No es una tarea o empeño menor. La vida y el horizonte del principio esperanza depende de ello. Hoy que los valedores del franquismo sociológico se pasean por las Cortes y las tertulias de medio pelo como si nunca hubieran abandonado el atril, uno se pregunta cómo hemos olvidado tanto, cuánto nos han obligado a dejar en el rincón del olvido las mejores páginas de nuestra historia para salvar al rey, para vender una transición modélica, un relato de la reconciliación nacional que olía más bien a formol, ocultando a las nuevas generaciones la heroica historia de experiencias como Radio España Independiente, La Pirenaica, ese altavoz clandestino que fue mucho más que una emisora: fue un grito, un refugio, un dispositivo eficaz de resistencia comunista, organizador eficaz del exilio republicano. Hablamos de la primera iniciativa de contrainformación que logró avivar la esperanza y dar voz a quienes fueron sometidos a un largo tiempo de silencio.

Es frecuente, en los estudios en comunicación, documentar a partir de los años ochenta la historia de los medios libres y comunitarios obviando, queremos pensar que por ignorancia, no por sesgo ideológico, la aventura de una estación pionera no solo en la lucha antifascista, en línea con iniciativas como Radio Yugoslavia Libre o Milano Aperta, sino crucial históricamente como experiencia de contrainformación en un régimen totalitario sin apenas resquicios para dar cuenta de la vida sometida durante la dictadura. De ello tenemos testimonio en el libro del profesor Armand Balsebre y Rosario Fontova (Cátedra. Madrid, 2014), Las cartas de la Pirenaica, testimonio de la multitud represaliada por el genocidio franquista que ilustra no solo cómo operaba el principal altavoz de la lucha antifranquista, sino también, siguiendo las tesis de Lenin, a propósito de Iskra, de qué manera La Pirenaica lograba desplegar medios de organización del partido y, muchas décadas antes que el programa de Lobatón, cumplir con la misión de servicio público para el reencuentro de exilados y desaparecidos tras la devastadora Guerra Civil. Hablamos de un altavoz poblado de voces comprometidas que mantuvieron, en situaciones muy precarias, el difícil equilibrio del funambulista que atrae nuestra mirada hacia adelante y más arriba, porque quienes sostuvieron la emisora sabían muy bien y aprendieron en la práctica que, como advirtiera el gran Mario Kaplún, la comunicación es una calle ancha y abierta que hay que amar transitar, se cruza con compromiso y hace esquina con comunidad.

Desde julio de 1941, La Pirenaica hizo posible, en este sentido, mantener vivo el anhelo común de vuelta a la democracia siendo pionera en Europa en las emisiones clandestinas contra el avance del fascismo. Pasionaria, como años más tarde supo también ver el Comandante Chávez con la creación de TELESUR, tuvo la claridad meridiana para vindicar la paz y la palabra apostando por el uso de las ondas hertzianas como la mejor forma de desplegar el arte de la resistencia y defender la lucha por la legalidad democrática de la II República. Mientras el padre de José María Aznar daba los partes de guerra, terminada la contienda civil, desde RNE, La Pirenaica era la única fuente fiable de lo no contado en el régimen de terror franquista. Junto a la BBC y la Radio Pública Francesa, constituía el baluarte de la información veraz en medio de las cortinas de humo del NODO institucional con el que la población podía conocer la actualidad gracias al encomiable desempeño de numerosos militantes anónimos como Ramón Mendezona o Pilar Aragón, que creó en 1961, veinte años después de la primera emisión de La Pirenaica, Página de la mujer, un programa que reclamaba, en la tradición de Alexandra Kollontai, un feminismo de clase mientras Elena Francis difundía los preceptos de la sección femenina de la Falange. Está por reconstruir, explorando en los archivos del PCE, la historia íntegra, la trayectoria de una emisora con más de 100.000 emisiones, entre julio de 1941 y 1977, una memoria sentimental poblada de voces que alentaron la resistencia, en la que junto a la inconfundible audición de Pasionaria, se sucedían voces imprescindibles como las de Irene Falcón, Ángela Davis o Rafael Alberti, entre otros.

Hoy que en España se plantea la necesidad de un Plan de Acción Democrática, convendría empezar por hacer memoria y recordar quién estaba en el Ministerio de Información y Turismo, al frente de la censura, y quiénes lucharon por el retorno a la democracia en defensa de la República y la legalidad constitucional —fuera la propia Pirenaica o Radio Euskadi—, es hora en fin de honrar esa memoria, retomar el hilo rojo de la historia y haciendo un ejercicio virtuoso de la necesidad, en un tiempo en el que la información es una mercancía adulterada y la verdad un bien escaso excepcional, articular puentes de futuro extendiendo redes como Mundo Obrero Radio o, por qué no, aunque se nos acuse de habitar la utopía, poner en marcha de nuevo La Pirenaica, todo un símbolo de la cultura democrática y la lucha antifascista. ¿Sería posible una radio que, más allá de ampliar el pluralismo interno a nivel informativo o retransmitir sesiones de debate parlamentario, sea capaz de ofrecer un espacio para desmontar la narrativa escuadrista de los herederos de lo peor? Si el último programa de La Pirenaica fue emitido desde Madrid retransmitiendo la sesión de las Cortes constituyentes con el retorno de la democracia, hoy que los seguidores del franquismo sociológico alzan su voz altisonante, por qué no recuperar La Pirenaica para hablar con altura de miras, desde la robusta cordillera de un proyecto de libertad informativa para todos, una suerte de radio clandestina en tiempos de zozobra y desinformación. Los militantes de la comunicación alternativa somos conscientes que todo es posible con imaginación. Apaguen las pantallas y enciendan la luz de lo común. No hay otra forma no ya de soñar sino simplemente de vivir una vida digna de ser vivida, la misma que nos anima a cultivar los senderos abiertos y los surcos horadados durante años por infatigables luchadores sociales que sabían lo que hacían porque a su vez caminaron sobre los hombros de gigantes, o simplemente pensando contracorriente.

La república inesperada

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Todo es posible con mucho valor y una pizca de suerte. Y, en España, con poco que tentemos la fortuna, podemos pasar inesperadamente del oxímoron que da título a esta columna a la realidad de la Tercera República. Uno, que es militante del principio esperanza, no renuncia al movimiento de la utopía de un buen gobierno y la vida buena, o buen vivir. Y creo que mi colega de bancada, Gerardo Pisarello, seguro que tampoco.

Por lo mismo cultiva la memoria de la Primera República y de las luchas y frentes culturales por venir. Recientemente, presentábamos en la Facultad de Geografía y Historia de la Universidad de Sevilla su último ensayo, agradeciendo a la editorial la apuesta firme por la memoria y por el pensamiento crítico.

Un editor, como magistralmente lo definiera Feltrinelli, es un mero vehículo del mensaje, una persona que lee y sin saber nada, debe conseguir que se sepa todo lo que sea útil y que ayude a cambiar el mundo en el que vivimos. Un editor, en definitiva, es un lugar de encuentro, de elaboración, recepción y transmisión.

Y la lectura que nos propone La república inesperada (Escritos Contextatarios, 2023) es justamente eso, una firme voluntad por desplegar el materialismo del encuentro en torno a la cultura republicana, en defensa de la libertad frente a las fuerzas retrógradas, rentistas, monárquicas y colonialistas, que aún hoy dominan España frente a todo proyecto de reformismo y regeneración democrática por lo común.

Rememorar el 11 de febrero de 1873 y la Primera República representa, en este sentido, una apuesta por las libertades públicas, la ilustración, el federalismo y la autonomía social que hoy de nuevo precisamos actualizar como proyecto para ensanchar los límites de lo posible que el sexenio democrático inauguró insuflando esperanza a las luchas de los sectores populares.

Frente al anhelo de democracia y de derechos, hoy volvemos a sufrir, como en el siglo XIX, una monarquía y una derecha patrimonialista, un rey felón y una suerte de reina capitalina, Díaz Ayuso, que es la política de lo peor y, en parte, la razón de una suerte de Pacto de Tortosa entre Cataluña, Aragón, Baleares y Valencia que flaco favor hace a la izquierda si, en verdad, de sumar y multiplicar la voluntad de cambio se trata.

Hace un año, mi amigo Sebastián Martín Recio propuso al Ateneo Republicano de Andalucía una apuesta por redactar las bases de una constitución política o principios fundamentales de lo que debería ser la Tercera República, siguiendo el camino andado por Xaudaró.

La idea, además de pertinente y original, entronca con la tradición de la internacional republicana de Fourier a Cádiz, de los ateneos libertarios a las cooperativas obreras, de la prensa y el teatro republicano, a las juntas locales que configuraron la argamasa con la que dar forma y construir un nuevo proyecto de país.

Recuperar la dinámica instituyente en la crisis de régimen que vivimos no solo es, de acuerdo a esta lógica, un mandato popular, sino la única vía de salida a la actual coyuntura histórica trascendiendo la tradicional disociación, que apuntara el bueno de Alfonso Ortí, entre la España oficial y la España real, entre el Parlamento y la vida pública, entre lo común y los representantes de los comunes.

De lo contrario, nos tememos que se impondrá la advertencia de Pi i Margall cuando en sus escritos, en una suerte de autocrítica, señalaba a sus compañeros que, fiando todo a las Cortes, “allí han visto muerta su esperanza por las locuras de la impaciencia y las preocupaciones del miedo. Mediten sobre si, dado el mismo caso, deberían ser en adelante menos escrupulosos sin faltar a los mandamientos de la conciencia (…) La dictadura que la justicia no levanta del suelo, la recoge con frecuencia la tiranía”.

O, como en las mismas páginas de La República inesperada, Pisarello cita de un texto anónimo del Club Republicano de Alicante: “si las reformas no vienen, vendrá el abatimiento, y el pueblo pronunciará aquellas terribles palabras: todos son iguales. Estas palabras serán el fúnebre preludio que anunciará su entrada en el más completo indiferentismo. Si esto sucede, ay de España entera, el látigo del tirano azotará por segunda vez nuestro cuerpo; la cadena del esclavo oprimirá nuestras cinturas; todo se habrá perdido para siempre”.

Cuando algunos afirmamos que tenemos una derecha ultramontana, estamos hablando de esto mismo: de una cultura política o sistema público decimonónico, con una oligarquía anclada en los privilegios del pasado y, lamentablemente, una izquierda excesivamente proclive a reeditar los errores del pasado, emulando dinámicas y formas de articulación que dieron al traste con la potencia transformadora de sus gentes y de sus pueblos.

En esta tesitura, lejos de afirmar como Figueras (“señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”), es hora de redefinir los contornos y espacios de la primera persona del plural y la tercera, la república, y la referida a quienes no participan en el juego político en escena, pero en cuyos corazones late el fuego de la libertad insumisa. Hora, pues, de abrir el campo de intervención y construcción colectiva. No por inesperada hemos de seguir los designios de la revolución pasiva en curso.