La lógica de la oligarquía y el casticismo caciquil

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CUANDO LLEGUE LA MAÑANA
Juan Madrid
Alianza editorial, 2024

 

 

 

 

 

Estos días que celebramos el centenario de Manuel Sacristán, alguien que destacó por ir en serio y gustar, y dar ejemplo, de quienes son verdaderos, aquellos que siempre van en serio, vindicar la literatura de Juan Madrid, que es ejemplo de tomarse muy en serio las historias de detectives, de escribir con criterio, como reza una cita de Raymond Chandler, para ganarse la vida, contando lo sabido y conocido, entre el periodismo y la literatura, es, cuando menos, una ocasión para repensar y compartir mucho de lo transcurrido en este país, y de lo vivido a través de su alter ego, Toni Romano, un personaje de referencia, como Pepe Carvalho, para los seguidores de este género literario. En tiempos además en los que el canon literario o la racionalidad mercantil editorial margina la literatura social, abordar una nueva obra de nuestro más importante escritor del género de la novela policial es motivo cuando menos para vindicar el debido reconocimiento y una oportunidad para la reflexión sobre el tiempo de mudanza que vivimos. De reconocimiento por una trayectoria y coherencia en una dilatada obra con pocos parangones en nuestras letras. Y una oportunidad para reflexionar en la medida que, en la obra, van a encontrar mucho de nuestra memoria democrática y lo propio de un género como la novela negra con tanto predicamento como desigual fortuna en el campo literario.

Desde la guerra de la droga en Euskadi contra el movimiento de la izquierda abertzale hasta la lucha de la Unión Militar Democrática o el sindicato clandestino de la Guardia Civil, en las páginas de esta reciente novela el lector puede rastrear el telón de fondo de Filesa y el caso Roldán, entre tramas que van de la geopolítica del capital a las cloacas de los precursores de Villarejo, de los paraísos fiscales y las islas Bahamas a Milán del Bosch o la heroica lucha de CC.OO., de los Justicieros y la prensa corrupta, a los asesinatos de Lasa y Zabala, de los Gal y el caso Nani a la comisaría de Leganitos, por no hablar de Venezuela y casos como el de crematorio en Valencia, de Rafael Chirbes, tan de actualidad, malgré tout.

El reino oculto del fetichismo de la mercancía, la bolsa y la vida, la fachada del orden de sujetos ultracatólicos, junto al universo subalterno del boxeo, que remite a nuestra historia común, protagoniza el cuadro de la novela, por el que deambulan DumDum Pacheco y otros personajes de los bajos fondos de la cultura del estraperlo, buscavidas, maleantes, en contacto siempre con la gente bien para sobrevivir: sean del cartel gallego a lo Fariña y los militares afectos al régimen en clínicas como La Milagrosa, o los empresarios beneficiarios de la dictadura criminal franquista.

Tienen en fin en esta obra un cuadro literario, ilustrativo, sobre la casta, sus modos, usos y costumbres. Evidentemente, escrito para develar la lógica de la oligarquía y el casticismo caciquil de nuestras clases dominantes, de orinal y rosario diario. Hablamos de la gente de Cristo Rey, una novela sobre las cloacas de los ultramontanos, hoy en pantalla del telediario cotidianamente. De ahí la oportunidad y lo enriquecedor de su lectura en clave de coyuntura política y actualidad informativa.

Explorar la cáscara amarga de este universo proliferante en nuestro país es hoy más urgente y necesario que nunca. Ahora que la cultura snob y la internacional pija desbordan el sentido común y reeditan un nuevo tiempo del relato de la victoria contra la multitud, escribir es hacer oposición, resistir y afirmar una lectura de clase. Recordando a Pasolini, ante un mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador, Juan Madrid, Delforo, y Toni Romano, optan siempre por los que pierden. Es la ética de la derrota, la soledad y la dignidad insobornables. Y también, si me lo permiten, de la alegría del amor fraterno, de la solidaridad que ha constituido un elemento fundamental del saber vivir o sobrevivir en la villa y corte, Madrid, paisaje de la desazón y del encuentro. Un paisaje, como saben, los lectores habituales de Juan Madrid, recurrente. De la calle Esparteros a la Mallorquina, del Café Novalty, al Bar Batres, de la cafetería Dólar a Sol, volvemos a la capital, rompeolas de todas las Españas, para desentrañar las trama de corrupción de la oligarquía dominante. Madrid no es, sin embargo, el único espacio narrativo en el que se desarrolla la trama, también hay una predilección, como Machado, por heterónimos que transitan el Sur. No el de Arabia Saudita, sino el de la calle de todos y el de Andalucía, Salobreña, Granada, además de espacios liminares y fronterizos como Algeciras o el Puerto de Santa María.

Estamos, en fin, ante una novela sobria con numerosos guiños al lector en clave incluso de metaliteratura dispuesta para goce de críticos y lectores de Juan Madrid. En la novela, pueden encontrar al Camarada Bértolo, convertido en personaje académico. Referencias y citas que nos evocan a Thomas Mann en La montaña mágica, solo que en lugar de Lukács tenemos a Belén Gopegui y mucha reflexión sobre la disciplina de la escritura, sobre las afinidades electivas, sobre la necesidad de tomar posición, de la política literaria y de la tradición cervantina, realista, frente al experimentalismo a lo Juan Benet, de Herrumbrosas lanzas, o del grupo OULIPO de Perec. Más aún, el autor cultiva la memoria de Armando López Salinas y su obra La mina, una muestra de estética realista que no ha sido suficientemente apreciada por la crítica e historia de la literatura y que viene oportunamente a replantear la pertinencia y necesidad de una escritura de la vida y los avatares sociales. En tiempos de Trump, es evidente que precisamos vindicar el realismo social, la literatura sobre la lucha de clases, la escritura sobre la muerte, la vida, las represiones, la revolución y la lucha por vivir.

Mientras unos se dedican a sisar, metafóricamente hablando, y otros a contar y cantar el principio esperanza de quienes, en el inframundo, nunca dejan de amar y soñar, Juan Madrid hace todo un despliegue del repertorio sentimental en el que nos podemos reconocer, empezando por la banda sonora de Doménico Modugno y siguiendo por la intrahistoria cotidiana de espacios, situaciones y vivencias de la vida cotidiana, para definir la estructura de sentimiento de una época que algunos consideran un cambio de era. Novela realista que conecta a la familia Bolsonaro con los Franco, al rey emirato, el Vaticano y el Opus, al Gobierno de Dios y las fuerzas políticas de la Santa Alianza con la pobreza y el instinto de rebelión, la represión de la diversidad sexual y el desamor en forma de odio de clase y pobreza espiritual de las clases dominantes con las cloacas del Estado, estamos, en fin, ante una obra para confrontar el hilo rojo de la historia. Juan Madrid escribe siempre para afirmar una cultura partisana. No sé si a partir de la cuestión meridional, a juzgar por la preferencia de elegir escenarios del sur, pero sí claramente por vindicar lo común y una política y estética de lo que un maestro del comic dio en llamar la alternativa PGB, la alternativa del partido de la gente del bar.

Frente a la guerra fría cultural posmoderna que vivimos, con la cooptación de la CIA y las derivas de los intelectuales teflón, antiadherentes, la vindicación de una escritura de nuestro tiempo, y del porvenir, la escritura creativa a pie de calle que nos enseña, como lo hace al final la novela, que siempre tenemos el amor, la fraternidad, la esperanza y, dicho irónicamente, como el protagonista, la hermandad del gin-tonic, volver al género de la novela negra es desbrozar los saberes del común y, en cierto sentido, del amor, de la política de los amantes, del tiempo y la vida, del goce pagano, con sus atardeceres y sus sombras, literatura de los sueños que pasan y las derrotas que quedan. Literatura con mayúsculas con la que podemos aprender que, si ser rico imprime carácter, la pobreza sella a sangre y fuego el arrojo y valor de la dignidad. La afirmación de quienes han perdido todo y no tienen nada más que perder. Lecciones, en fin, del inframundo.

El arte de la resistencia

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Decía Max Horkheimer que toda reificación es una forma de olvido, por ello conviene reconstruir siempre la historia de las experiencias y formas de lucha en los frentes culturales conocidos para vivir y transformar el mundo que habitamos. No es una tarea o empeño menor. La vida y el horizonte del principio esperanza depende de ello. Hoy que los valedores del franquismo sociológico se pasean por las Cortes y las tertulias de medio pelo como si nunca hubieran abandonado el atril, uno se pregunta cómo hemos olvidado tanto, cuánto nos han obligado a dejar en el rincón del olvido las mejores páginas de nuestra historia para salvar al rey, para vender una transición modélica, un relato de la reconciliación nacional que olía más bien a formol, ocultando a las nuevas generaciones la heroica historia de experiencias como Radio España Independiente, La Pirenaica, ese altavoz clandestino que fue mucho más que una emisora: fue un grito, un refugio, un dispositivo eficaz de resistencia comunista, organizador eficaz del exilio republicano. Hablamos de la primera iniciativa de contrainformación que logró avivar la esperanza y dar voz a quienes fueron sometidos a un largo tiempo de silencio.

Es frecuente, en los estudios en comunicación, documentar a partir de los años ochenta la historia de los medios libres y comunitarios obviando, queremos pensar que por ignorancia, no por sesgo ideológico, la aventura de una estación pionera no solo en la lucha antifascista, en línea con iniciativas como Radio Yugoslavia Libre o Milano Aperta, sino crucial históricamente como experiencia de contrainformación en un régimen totalitario sin apenas resquicios para dar cuenta de la vida sometida durante la dictadura. De ello tenemos testimonio en el libro del profesor Armand Balsebre y Rosario Fontova (Cátedra. Madrid, 2014), Las cartas de la Pirenaica, testimonio de la multitud represaliada por el genocidio franquista que ilustra no solo cómo operaba el principal altavoz de la lucha antifranquista, sino también, siguiendo las tesis de Lenin, a propósito de Iskra, de qué manera La Pirenaica lograba desplegar medios de organización del partido y, muchas décadas antes que el programa de Lobatón, cumplir con la misión de servicio público para el reencuentro de exilados y desaparecidos tras la devastadora Guerra Civil. Hablamos de un altavoz poblado de voces comprometidas que mantuvieron, en situaciones muy precarias, el difícil equilibrio del funambulista que atrae nuestra mirada hacia adelante y más arriba, porque quienes sostuvieron la emisora sabían muy bien y aprendieron en la práctica que, como advirtiera el gran Mario Kaplún, la comunicación es una calle ancha y abierta que hay que amar transitar, se cruza con compromiso y hace esquina con comunidad.

Desde julio de 1941, La Pirenaica hizo posible, en este sentido, mantener vivo el anhelo común de vuelta a la democracia siendo pionera en Europa en las emisiones clandestinas contra el avance del fascismo. Pasionaria, como años más tarde supo también ver el Comandante Chávez con la creación de TELESUR, tuvo la claridad meridiana para vindicar la paz y la palabra apostando por el uso de las ondas hertzianas como la mejor forma de desplegar el arte de la resistencia y defender la lucha por la legalidad democrática de la II República. Mientras el padre de José María Aznar daba los partes de guerra, terminada la contienda civil, desde RNE, La Pirenaica era la única fuente fiable de lo no contado en el régimen de terror franquista. Junto a la BBC y la Radio Pública Francesa, constituía el baluarte de la información veraz en medio de las cortinas de humo del NODO institucional con el que la población podía conocer la actualidad gracias al encomiable desempeño de numerosos militantes anónimos como Ramón Mendezona o Pilar Aragón, que creó en 1961, veinte años después de la primera emisión de La Pirenaica, Página de la mujer, un programa que reclamaba, en la tradición de Alexandra Kollontai, un feminismo de clase mientras Elena Francis difundía los preceptos de la sección femenina de la Falange. Está por reconstruir, explorando en los archivos del PCE, la historia íntegra, la trayectoria de una emisora con más de 100.000 emisiones, entre julio de 1941 y 1977, una memoria sentimental poblada de voces que alentaron la resistencia, en la que junto a la inconfundible audición de Pasionaria, se sucedían voces imprescindibles como las de Irene Falcón, Ángela Davis o Rafael Alberti, entre otros.

Hoy que en España se plantea la necesidad de un Plan de Acción Democrática, convendría empezar por hacer memoria y recordar quién estaba en el Ministerio de Información y Turismo, al frente de la censura, y quiénes lucharon por el retorno a la democracia en defensa de la República y la legalidad constitucional —fuera la propia Pirenaica o Radio Euskadi—, es hora en fin de honrar esa memoria, retomar el hilo rojo de la historia y haciendo un ejercicio virtuoso de la necesidad, en un tiempo en el que la información es una mercancía adulterada y la verdad un bien escaso excepcional, articular puentes de futuro extendiendo redes como Mundo Obrero Radio o, por qué no, aunque se nos acuse de habitar la utopía, poner en marcha de nuevo La Pirenaica, todo un símbolo de la cultura democrática y la lucha antifascista. ¿Sería posible una radio que, más allá de ampliar el pluralismo interno a nivel informativo o retransmitir sesiones de debate parlamentario, sea capaz de ofrecer un espacio para desmontar la narrativa escuadrista de los herederos de lo peor? Si el último programa de La Pirenaica fue emitido desde Madrid retransmitiendo la sesión de las Cortes constituyentes con el retorno de la democracia, hoy que los seguidores del franquismo sociológico alzan su voz altisonante, por qué no recuperar La Pirenaica para hablar con altura de miras, desde la robusta cordillera de un proyecto de libertad informativa para todos, una suerte de radio clandestina en tiempos de zozobra y desinformación. Los militantes de la comunicación alternativa somos conscientes que todo es posible con imaginación. Apaguen las pantallas y enciendan la luz de lo común. No hay otra forma no ya de soñar sino simplemente de vivir una vida digna de ser vivida, la misma que nos anima a cultivar los senderos abiertos y los surcos horadados durante años por infatigables luchadores sociales que sabían lo que hacían porque a su vez caminaron sobre los hombros de gigantes, o simplemente pensando contracorriente.

La república inesperada

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Todo es posible con mucho valor y una pizca de suerte. Y, en España, con poco que tentemos la fortuna, podemos pasar inesperadamente del oxímoron que da título a esta columna a la realidad de la Tercera República. Uno, que es militante del principio esperanza, no renuncia al movimiento de la utopía de un buen gobierno y la vida buena, o buen vivir. Y creo que mi colega de bancada, Gerardo Pisarello, seguro que tampoco.

Por lo mismo cultiva la memoria de la Primera República y de las luchas y frentes culturales por venir. Recientemente, presentábamos en la Facultad de Geografía y Historia de la Universidad de Sevilla su último ensayo, agradeciendo a la editorial la apuesta firme por la memoria y por el pensamiento crítico.

Un editor, como magistralmente lo definiera Feltrinelli, es un mero vehículo del mensaje, una persona que lee y sin saber nada, debe conseguir que se sepa todo lo que sea útil y que ayude a cambiar el mundo en el que vivimos. Un editor, en definitiva, es un lugar de encuentro, de elaboración, recepción y transmisión.

Y la lectura que nos propone La república inesperada (Escritos Contextatarios, 2023) es justamente eso, una firme voluntad por desplegar el materialismo del encuentro en torno a la cultura republicana, en defensa de la libertad frente a las fuerzas retrógradas, rentistas, monárquicas y colonialistas, que aún hoy dominan España frente a todo proyecto de reformismo y regeneración democrática por lo común.

Rememorar el 11 de febrero de 1873 y la Primera República representa, en este sentido, una apuesta por las libertades públicas, la ilustración, el federalismo y la autonomía social que hoy de nuevo precisamos actualizar como proyecto para ensanchar los límites de lo posible que el sexenio democrático inauguró insuflando esperanza a las luchas de los sectores populares.

Frente al anhelo de democracia y de derechos, hoy volvemos a sufrir, como en el siglo XIX, una monarquía y una derecha patrimonialista, un rey felón y una suerte de reina capitalina, Díaz Ayuso, que es la política de lo peor y, en parte, la razón de una suerte de Pacto de Tortosa entre Cataluña, Aragón, Baleares y Valencia que flaco favor hace a la izquierda si, en verdad, de sumar y multiplicar la voluntad de cambio se trata.

Hace un año, mi amigo Sebastián Martín Recio propuso al Ateneo Republicano de Andalucía una apuesta por redactar las bases de una constitución política o principios fundamentales de lo que debería ser la Tercera República, siguiendo el camino andado por Xaudaró.

La idea, además de pertinente y original, entronca con la tradición de la internacional republicana de Fourier a Cádiz, de los ateneos libertarios a las cooperativas obreras, de la prensa y el teatro republicano, a las juntas locales que configuraron la argamasa con la que dar forma y construir un nuevo proyecto de país.

Recuperar la dinámica instituyente en la crisis de régimen que vivimos no solo es, de acuerdo a esta lógica, un mandato popular, sino la única vía de salida a la actual coyuntura histórica trascendiendo la tradicional disociación, que apuntara el bueno de Alfonso Ortí, entre la España oficial y la España real, entre el Parlamento y la vida pública, entre lo común y los representantes de los comunes.

De lo contrario, nos tememos que se impondrá la advertencia de Pi i Margall cuando en sus escritos, en una suerte de autocrítica, señalaba a sus compañeros que, fiando todo a las Cortes, “allí han visto muerta su esperanza por las locuras de la impaciencia y las preocupaciones del miedo. Mediten sobre si, dado el mismo caso, deberían ser en adelante menos escrupulosos sin faltar a los mandamientos de la conciencia (…) La dictadura que la justicia no levanta del suelo, la recoge con frecuencia la tiranía”.

O, como en las mismas páginas de La República inesperada, Pisarello cita de un texto anónimo del Club Republicano de Alicante: “si las reformas no vienen, vendrá el abatimiento, y el pueblo pronunciará aquellas terribles palabras: todos son iguales. Estas palabras serán el fúnebre preludio que anunciará su entrada en el más completo indiferentismo. Si esto sucede, ay de España entera, el látigo del tirano azotará por segunda vez nuestro cuerpo; la cadena del esclavo oprimirá nuestras cinturas; todo se habrá perdido para siempre”.

Cuando algunos afirmamos que tenemos una derecha ultramontana, estamos hablando de esto mismo: de una cultura política o sistema público decimonónico, con una oligarquía anclada en los privilegios del pasado y, lamentablemente, una izquierda excesivamente proclive a reeditar los errores del pasado, emulando dinámicas y formas de articulación que dieron al traste con la potencia transformadora de sus gentes y de sus pueblos.

En esta tesitura, lejos de afirmar como Figueras (“señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”), es hora de redefinir los contornos y espacios de la primera persona del plural y la tercera, la república, y la referida a quienes no participan en el juego político en escena, pero en cuyos corazones late el fuego de la libertad insumisa. Hora, pues, de abrir el campo de intervención y construcción colectiva. No por inesperada hemos de seguir los designios de la revolución pasiva en curso.