En los últimos días, han sido innumerables los artículos de opinión y debates a propósito del cambio de reglamento del Congreso que, entre otras adaptaciones, contempla normas de obligado cumplimiento para los informadores acreditados que siguen diariamente la actualidad parlamentaria.
Sobra decir que las reacciones de la prensa, como la de los partidos de la Santa Alianza, el duopolio de la extrema derecha, han sido —como viene siendo, por otro lado, habitual— totalmente desmesuradas. En la tónica de siempre.
De hecho, el plan de Gobierno en materia de regeneración del sistema mediático o la reciente medida de transparencia y regulación de los grupos de interés fue ponderado en similares términos y tono de crítica. Como decía Jesús Ibáñez, la lógica de captura de las clases dominantes en este país siempre opera con opacidad. La caja negra es la lectura normalizada que comparten cuando hablan del principio democrático de luz y taquígrafos consustancial al parlamentarismo. Y, por otra parte, al igual que Musk, no quieren norma alguna que delimite su acción discrecional. Las leyes las definen ellos.
Pero quienes llevamos más de treinta años defendiendo políticas democráticas de comunicación sabemos que sin norma impera la arbitrariedad de quien tiene el poder de decir y hacer sin límite alguno, una anomalía, por cierto, en el contexto europeo si se hace un análisis comparado. Urge por ello acometer esta asignatura pendiente de la democracia y abrir el debate en la esfera pública sobre el papel de los medios y las mediatizaciones que experimenta nuestro sistema político, con más falencias que potencialidades, desde el punto de vista de la calidad y el debido pluralismo interno.
En el caso de algunos medios y supuestos periodistas que operan en la sala de prensa y los pasillos del Congreso, lo menos grave que se puede decir es que han incumplido la debida cortesía como norma de comportamiento, abusando de su posición para generar impactos (clickbites) mediante la provocación del escándalo en una manifiesta conducta de mala praxis deontológica, denunciada incluso por la FAPE y la Asociación de Periodistas Parlamentarios.
En el trasfondo de esta deriva, persiste una cultura de la impunidad que ha traspasado los límites del decoro y de lo razonable. Ello no sería así si la historia del campo periodístico hubiera sido otra bien distinta.
La ausencia del Estado y los poderes públicos en la regulación del Derecho a la Comunicación ha impedido garantizar principios constitucionales básicos, recogidos en el artículo 20 de la Constitución Española, como el derecho de acceso y la participación de la sociedad civil.
Bien es cierto que cuanto más complejo es un sistema más difícil es percibir y proyectar sus interacciones e intervenir en él desde los poderes públicos a la hora de configurar ecosistemas saludables democráticamente. Pero este argumento interesado de actores con una posición dominante en el mercado no debe servir de justificativa para impedir la necesaria voluntad de construcción del dominio público.
Antes bien, es tiempo de abrir el espacio de interlocución a organizaciones sociales, sindicatos y academia, además de los gremios profesionales y las propias empresas periodísticas, si hay voluntad política de mejorar las condiciones de convivencia.
De no avanzar en común, juntos, la reforma del sector, superando la discusión sobre los medios hacia el horizonte de mediaciones productivas, tendremos un ámbito quebrado, históricamente suturado por brechas y ausencias de dispositivos conjuntivos.
En la era de la información, no podemos seguir manteniendo debates estériles y decimonónicos, sobre la pertinencia de regular o no la actividad de los medios. Ni apelar en vano al principio de luz y taquígrafos cuando la cámara se dispara para hacer caja a como dé lugar.
La deriva mercantilista y autoritariamente obstruccionista de los medios que siguen el patrón Fox News ha llegado a tal grado de toxicidad que la propia profesión ha exigido el cambio del reglamento.
La reforma del Reglamento del Congreso trata justamente de contrarrestar los nocivos efectos de esta estrategia de la agitación ultraderechista. Se trata de cuidar la democracia, que es tanto como decir que hay que adoptar medidas de calidad democrática, medidas congruentes con las necesidades de reforma y adaptación de la sede de la soberanía popular, de una institución que siempre ha de adecuar su funcionamiento a la realidad social.