Libertades públicas e información parlamentaria

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El plan de gobierno en materia de regeneración del sistema mediático o la reciente medida de transparencia y regulación de los grupos de interés propone una agenda reformista urgente y necesaria para la democracia. Pero hay quien insiste, contra toda razón, sobre la necesidad de no regular. No entienden que, además de la libertad negativa, es preciso positivar medidas para hacer realizable el derecho a la libertad de prensa. En otras palabras, no podemos ser libres simplemente por la ausencia de interfencias externas.

Además de la ausencia de restricciones, se tienen que dar las condiciones necesarias —recursos, educación, medio ambiente— para mediaciones productivas. Es decir, además de no censurar como ha hecho Eurovisión con los periodistas de RTVE por la presencia indigna de Israel en el festival, precisamos garantías para el derecho de acceso y el trabajo informativo.

En este mundo digital, donde la información abunda pero no siempre es clara, podemos decir que la libertad de información es un derecho vivo, no solo una promesa en papel. Y requiere proporcionalidad, equilibrio y responsabilidad. «Ser libre para algo», con madurez, conocimiento y respeto a las costumbres y reglas convenidas de actuación.

La reforma del Reglamento del Congreso es un primer paso en esta dirección, fruto del diálogo y participación de los profesionales y grupos de la Cámara legislativa. Es una garantía para el buen ejercicio de los profesionales que cubren la actualidad parlamentaria. Esta es una demanda ampliamente consensuada por el gremio profesional.

La propia Asociación de la Prensa de Sevilla (APS) denunció en el encuentro de Talavera –y más recientemente en Cádiz– la deriva de los medios escuadristas. Lamentablemente, la ausencia del Estado y los poderes públicos en la regulación del Derecho a la Comunicación ha impedido materializar principios constitucionales básicos, recogidos en el artículo 20. Bien es cierto que cuanto más complejo es un sistema más difícil es percibir y proyectar sus interacciones e intervenir en él desde los poderes públicos a la hora de configurar ecosistemas saludables democráticamente.

No viene al caso explicar aquí la teoría de la forma en democracia, pero las formas expresan la voluntad política de transformar o no la realidad. Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción.

La palabra «representación» envuelve muchos equívocos. Las cosas están presentes en la conciencia o ausentes de ella. Y así venimos observando en ciertas prácticas periodísticas. Conviene pues, a modo de exordio, advertir sobre el peligro de los reozancajos. El reino cosmopaleto a lo Fox News es el dominio perfecto de quienes no se asombran de nada, ni de su propia estulticia.

En la antigua China, todo poeta y consejero del emperador debía cumplir el precepto de gobierno justo y, por tanto, las palabras debían significar su sentido. En el periodismo y la política contemporánea parece esta exigencia una condición fútil.

Pero es evidente que no cabe ya más ruido y violencia en nuestro medio ambiente social. Sobra la charlatanería insulsa, la beatería de consumo y los discursos de saldo de ocasión. No es tiempo de contemplación, ni la figura dominante del registro de audiencias debe prevalecer como mérito y reparto de prebendas.

Tampoco se trata de definir premios y castigos, sino reglas de convivencia. La única manera de fraternidad posible y deseable en democracia es la práctica de la tolerancia y, cuando esta se quebranta con violencia, hay que tomar medidas.

Decía Manuel Azaña que un principio básico de la civilización liberal es el respeto. Y la reforma del reglamento no es otra cosa que tratar de dar sentido moral y mejorar la calidad democrática de los trabajos de la democracia deliberativa, alterados en los últimos tiempos por los abusos y el ataque deliberado contra la convivencia por la continua dislocación semántica de la realidad, la algarabía y la reyerta, con imágenes antitéticas, de catacresis, oxímoron, hipalages, tropos y trampantojos de diverso tipo que no tienen otro cometido que socavar el marco de representación y la confianza en la democracia.

En un tiempo de bulos y desinformación, en un mundo donde a todos los niveles de lo público y en la vida privada se generalizan la hipocresía y el cinismo, la recomendación de atender a las prácticas que se acompañan a los discursos se torna urgente, más aún cuando se observa una premeditada política de opio entontecedor contrario a la fronesis, a la contemplación del bien como fuente inmediata de conducta, conocimiento y acción moral.

Vindicamos por ello, con Gramsci, un orden, una coherencia con el sistema político que rige el dominio público en democracia, a partir de la urbanidad y cuidado de las res publica. El concepto de ley sostiene al de la libertad política.

Sabemos que la libertad política resulta sin duda de la situación y contexto histórico. Si se adultera, fuerza, violenta, agrede e intoxica el medio ambiente del debate, la libertad es socavada. Por ello, frente a la barbarie y el neofascismo necesitamos más democracia, frente a los abusos, la norma, frente a las agresiones y amenazas: libertad, sin ira, pero libertad. No más chabacanería y ruido tóxico; no más violencia gratuita y estrategias de mercachifles que no saben pronunciar la palabra «deontología».

En palabras de Blas Infante, queremos un parlamentarismo en el que «los gobernantes sean Maestros, el Estado escuela, y la política el arte de la educación”. Máxima conciencia, máxima difusión de esta lección de fraternidad en la que la Cámara ha de ser una escuela de buen compañerismo y fraternidad; la presidenta y Mesa, directores y autoridades para poner orden y concierto; y los diputados o legisladores, maestros a la par que estudiantes y espectadores mientras los profesionales de la información operan como auténticos mediadores y no lo contrario.

Se trata, en fin, de decir lo que se hace, hacer lo que se dice y cultivar el principio de diálogo público. Es la única forma de caminar juntos hacia un futuro mejor.

Luz y taquígrafos

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En los últimos días, han sido innumerables los artículos de opinión y debates a propósito del cambio de reglamento del Congreso que, entre otras adaptaciones, contempla normas de obligado cumplimiento para los informadores acreditados que siguen diariamente la actualidad parlamentaria.

Sobra decir que las reacciones de la prensa, como la de los partidos de la Santa Alianza, el duopolio de la extrema derecha, han sido —como viene siendo, por otro lado, habitual— totalmente desmesuradas. En la tónica de siempre.

De hecho, el plan de Gobierno en materia de regeneración del sistema mediático o la reciente medida de transparencia y regulación de los grupos de interés fue ponderado en similares términos y tono de crítica. Como decía Jesús Ibáñez, la lógica de captura de las clases dominantes en este país siempre opera con opacidad. La caja negra es la lectura normalizada que comparten cuando hablan del principio democrático de luz y taquígrafos consustancial al parlamentarismo. Y, por otra parte, al igual que Musk, no quieren norma alguna que delimite su acción discrecional. Las leyes las definen ellos.

Pero quienes llevamos más de treinta años defendiendo políticas democráticas de comunicación sabemos que sin norma impera la arbitrariedad de quien tiene el poder de decir y hacer sin límite alguno, una anomalía, por cierto, en el contexto europeo si se hace un análisis comparado. Urge por ello acometer esta asignatura pendiente de la democracia y abrir el debate en la esfera pública sobre el papel de los medios y las mediatizaciones que experimenta nuestro sistema político, con más falencias que potencialidades, desde el punto de vista de la calidad y el debido pluralismo interno.

En el caso de algunos medios y supuestos periodistas que operan en la sala de prensa y los pasillos del Congreso, lo menos grave que se puede decir es que han incumplido la debida cortesía como norma de comportamiento, abusando de su posición para generar impactos (clickbites) mediante la provocación del escándalo en una manifiesta conducta de mala praxis deontológica, denunciada incluso por la FAPE y la Asociación de Periodistas Parlamentarios.

En el trasfondo de esta deriva, persiste una cultura de la impunidad que ha traspasado los límites del decoro y de lo razonable. Ello no sería así si la historia del campo periodístico hubiera sido otra bien distinta.

La ausencia del Estado y los poderes públicos en la regulación del Derecho a la Comunicación ha impedido garantizar principios constitucionales básicos, recogidos en el artículo 20 de la Constitución Española, como el derecho de acceso y la participación de la sociedad civil.

Bien es cierto que cuanto más complejo es un sistema más difícil es percibir y proyectar sus interacciones e intervenir en él desde los poderes públicos a la hora de configurar ecosistemas saludables democráticamente. Pero este argumento interesado de actores con una posición dominante en el mercado no debe servir de justificativa para impedir la necesaria voluntad de construcción del dominio público.

Antes bien, es tiempo de abrir el espacio de interlocución a organizaciones sociales, sindicatos y academia, además de los gremios profesionales y las propias empresas periodísticas, si hay voluntad política de mejorar las condiciones de convivencia.

De no avanzar en común, juntos, la reforma del sector, superando la discusión sobre los medios hacia el horizonte de mediaciones productivas, tendremos un ámbito quebrado, históricamente suturado por brechas y ausencias de dispositivos conjuntivos.

En la era de la información, no podemos seguir manteniendo debates estériles y decimonónicos, sobre la pertinencia de regular o no la actividad de los medios. Ni apelar en vano al principio de luz y taquígrafos cuando la cámara se dispara para hacer caja a como dé lugar.

La deriva mercantilista y autoritariamente obstruccionista de los medios que siguen el patrón Fox News ha llegado a tal grado de toxicidad que la propia profesión ha exigido el cambio del reglamento.

La reforma del Reglamento del Congreso trata justamente de contrarrestar los nocivos efectos de esta estrategia de la agitación ultraderechista. Se trata de cuidar la democracia, que es tanto como decir que hay que adoptar medidas de calidad democrática, medidas congruentes con las necesidades de reforma y adaptación de la sede de la soberanía popular, de una institución que siempre ha de adecuar su funcionamiento a la realidad social.