La fiambrera obrera

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No me gusta la cultura del disimulo, ni Rosalía. Pero en el capitalismo excedentario, el exceso es la norma y sus uñas no solo dan grima ni sirven exclusivamente para llamar la atención, también dan cuenta de la emergencia de otra forma de imaginar la vida, un elemento de vindicación de clase que pone en evidencia la crisis del modo de producción. Lo paradójico es que, de Hollywood al hip hop, el estilo se manifiesta como política, a nivel formal, desconectado de una ética y propuesta transformadora. Iniciamos el siglo con la crítica del star system mediático a la cultura del chándal bolivariano de Hugo Chávez y hoy asistimos al triunfo de los elementos icónicos y las imágenes del universo quinqui en una democracia low cost, de baja intensidad, que en España es más característica del modelo chiringuito o del ingenio azucarero (economía fazenda). Esto es, del trap a Trump, la cultura subalterna ha visto alterada, en la era digital, los patrones estéticos y no tanto las lógicas de dominio. Ahora, el gusto por lo kitsch, por lo zafio, o considerado, de acuerdo a la norma dominante, de mal gusto corresponde a la tendencia al desborde del exceso de capital financiero acumulado manifestándose en la epidermis social, como en el barroco que tan bien supo entender Juan Carlos Rodríguez, en una suerte manierista de deseo de lo hortera. Como bien sabe el lector, en el siglo XIX en Madrid este calificativo definía al mozo o menestral empleado en el comercio de la capital, luego popularizado peyorativamente por los usos como equivalente a las formas llamativas que por imitación querían emular los usos y vestimenta de la burguesía. En definición del Diccionario Etimológico de Corominas, los que llamaban horteras en Madrid eran jóvenes que acudían al trabajo en el comercio llevando su comida en una horterilla que calentaban a la hora del almuerzo en la trastienda. Como había algunos puestos de trabajo donde no se podía calentar, supongamos, unas lentejas, muchos lo que llevaban en la hortera era únicamente fiambre, pan y fruta. Por eso la palabra hortera fue poco a poco abandonándose en favor de la fiambrera. De vueltas con la historia, hoy la vindicación de la cultura de la necesidad ya no es una pose de vanguardia situacionista de los ochenta en pleno apogeo del neoliberalismo. Está presente ya no solo entre obreros de la construcción. Ha ganado terreno en las universidades, entre el precariado que no llega a fin de mes, se ve entre los creadores culturales y la generación Instagram que emula el sueño dorado de las clases acomodadas y, más allá aún, se da entre las élites culturales que tienden a radicalizar sus códigos y estilos de vida para imitar a los sectores subalternos. Y no hablamos de la presencia habitual en el cine (de los herederos de Eloy de la Iglesia), la televisión (Brigada Costa del Sol) o el universo de las series de Netflix. Lo hortera es un fenómeno transversal que permea hoy la cultura zombie como antaño, con el inicio de la era del vil metal, tuvo lugar la literatura de pobre. Y tiene sus manifestaciones en el audiovisual, el arte o la música. Véase por ejemplo el caso de Califato ¾ o DMBK y la cultura kimkidelia del neofolklore en la música andaluza que se manifiesta sin complejos, fusionando, en la era neobarroca, formas y registros de otros códigos culturales. Hablamos, en fin, de manifestaciones de un nuevo ciclo de emergencia de la cultura plebeya que nos debe hacer pensar cómo rearticular el espacio de la estética y la política contrahegemónica para vindicar lo vulgar y las formas contemporáneas de protesta en respuesta al capital. Pues no solo de perrear vive el hombre. Es el momento de pasar del culipandeo y el postureo del capitalismo selfie a la toma de posición. Materiales de construcción no faltan.