Telestesia

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Los tiempos de la pandemia son propios de la cultura del avatar y de la distancia, que no, con permiso de Brecht, del necesario distanciamiento, pues ésta es una era de la segregación y el aislamiento social, difícil de confrontar para los que siempre nos declaramos enemigos de Robinson Crusoe. Un tiempo, en fin, en el que el teletrabajo nos impide pensar en la riqueza y el interés general tanto como en los productos tóxicos que nos circundan desde Wall Street. Pero no viene al caso cuestionar aquí el confinamiento y su universo semántico, sino más bien pensar el sentido del momento histórico que vivimos en el que se trata de afirmar la negación del antagonismo. El Gran Hermano tecnovisual, advierte Bifo, es la máquina de ver de lejos que aproxima el orden y captura todo fenómeno y acontecimiento en la rejilla de programación en forma de escaleta. La proliferación de pantallas ubicuas no cambia sustancialmente esta función performativa de vigilia y castigo. La hipótesis de William Gibson sobre el ciberespacio no hace sino intensificar la relación mente-cuerpo en el mundo de imágenes que se multiplican con la iconofagia y que colonizan nuestra sensibilidad. Dice el bueno de Felipe Alcaraz que solo nos ayudan a seguir las pintadas en los muros, y lleva razón. Nuestra experiencia y sentimiento del mundo como posibilidad ha de inspirarse más allá del espectáculo de la apocalipsis que han programado en las pantallas, si ha de cultivar el principio esperanza. Por ello en la guerra bacteriológica actual bien deberíamos pensar en el dominio del avatar: el reino de la vicisitud contrario al desarrollo y la buena marcha del mundo y, al tiempo, el universo de la identidad virtual proyectada como una sofisticada y masoquista cultura del juego de dominio impuesto en forma de una suerte de esclavitud.

La telestesia es, bien lo sabemos, del orden y reino de la apariencia, del tiempo sin reflexión, de una vida permanentemente pospuesta a la incandescencia, antaño de las 625 líneas, hoy de las 1250 o de la realidad virtual, vida mixtificada en forma de plasma. El aislamiento físico y simbólico de este capitalismo tóxico se conforma así como experiencia dominante de la guerra a distancia, de la necropolítica que reproduce lo visto, en virtud del principio de quien se mueve no sale en pantalla. En este escenario la televisión y nuestros dispositivos móviles configuran una vida cotidiana regida por la ley de hierro del efecto burbuja. La paradoja es que mientras Mediaset nos produce pánico la gente conversa en YOUTUBE, más que buscar INFLUENCERS y FOLLOWERS, y experimentan el vermut digital, así como formas creativas de sentir frente a la anestesia de la telestesia. En suma, si la esencia de este orden es abolir las contradicciones de la vida en estado puro de ebullición, parece que la crisis está siendo una oportunidad para pensarnos y trascender ciertas mediatizaciones, las propias de un orden que reina por separación del flujo, del tiempo y del espacio y de la apariencia respecto de la esencia al dominar una lógica vectorial en la que informar es dividir frente al comunicar como materialismo del encuentro. Por ello la lógica del don no es propia de las redes, sino de los enredos de toda comunidad, con sus fiestas y rituales. La información compartida se define por principio por ser relación liberada de la forma mercancía pero en la era mediática la lucha por la liberación del código es cuando menos lenta desde la invención de la imprenta hasta nuestros días. Rige aún, y por tiempo, una política de sustitución del objeto de deseo por la imagen. La transformación reificada del sujeto devaluado en su soberanía como actor creativo. Pero, como decimos, es cuestión de tiempo. El plasma no todo resiste. Venceremos y saldremos a las alamedas a celebrar. En común.