La cuestión del dominio público

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Desde 2020, la Unión Europea (UE) ha observado con preocupación cómo el lobbismo ha venido socavando nuestras democracias, afectando a la propia unidad comunitaria. En congruencia, Bruselas ha exigido a los Estados miembro —a España en particular— medidas para combatir la manipulación de la democracia parlamentaria.

Tras el caso Montoro, las iniciativas sobre gobierno abierto y la regulación de los grupos de interés se torna, a todas luces, una cuestión estratégica, diríamos que incluso imperiosa, pues la aprobación de tales reformas, como el primer plan de Parlamento Abierto es la condición de la debida restauración del principio de confianza quebrado por escándalos como el del exministro de Hacienda.

Ante la malversación de la función fiduciaria de representación que presupone el libre ejercicio de atención a la soberanía popular, esta Legislatura, con toda la complejidad de la geometría variable de la aritmética parlamentaria, debe marcar un antes y un después en esta materia.

Si aceptamos que no es posible la democracia con procesos de regulación corrompidos, sesgados o bajo el imperio de las cajas negras, incluidos los lobbies empresariales y las maniobras orquestales en la oscuridad de la oligarquía económica, la demanda de verificación y gobierno abierto es una exigencia irrenunciable. Primero, porque la publicística en democracia, la condición de luz y taquígrafos, es de obligado cumplimiento.

La debida ejemplaridad y transparencia son principios básicos de la democracia representativa y de ahí la necesidad de un marco normativo de actuación que detalle la huella legislativa, estableciendo medidas disciplinarias en caso de incumplimiento de las obligaciones.

En la era de la infocracia, la ciudadanía exige, además, claridad y acceso a información sensible sobre los procedimientos normativos. Los ciudadanos necesitan saber qué datos se utilizan para tomar cualquier decisión; qué personas contribuyen a la toma de decisiones; cuáles son y si se respetan los procedimientos de regulación; con qué interlocutores se marcan los límites y alcance de las leyes debatidas y aprobadas en el Congreso.

En definitiva, la sociedad cada vez reclama más transparencia a sus representantes y las instituciones del Estado. Tenemos, pues, la obligación de fomentar esta cultura del libre acceso a la información y agilizar los cauces para ofrecerla a todos los niveles de verificación, contraste y control posibles.

Hablamos de trazabilidad, rastros y pruebas sobre el decir y hacer de la actividad parlamentaria para rendir cuentas: una suerte de auditoría ciudadana continua y permanente sobre el quehacer de congresistas y grupos parlamentarios.

La democracia es incompatible con los que atan y tratan de dejar todo atado y bien atado, de espaldas al escrutinio público. La racionalidad democrática es del orden de la apertura, de procurar espacios abiertos, no de instituciones y lógicas políticas cerradas.

La vindicación del parlamento abierto constituye, en este sentido, una apuesta por profundizar las formas y procedimientos legitimadores de la acción legislativa. Se trata, además, de medidas necesarias de publicidad de la acción política que cubre una laguna normativa que viene a responder a las recomendaciones del Grupo GRECO, fortaleciendo mecanismos en la lucha contra la corrupción.

Aunque tarde, es hora de fortalecer los procesos y órganos de control, garantizar un marco jurídico para la actuación del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno y la Oficina de Conflicto de Intereses y contribuir a un modelo de representación más transparente.

Ya el Plan de Acción para la Democracia propuso reformar esta situación de evidente déficit histórico en términos de derecho de acceso y escrutinio público con el desbloqueo de las opacidades de las políticas públicas que han imperado en el Estado por monarquías corruptas y dictaduras traficantes de los intereses de la oligarquía económica.

Conscientes de que no es posible la democracia deliberativa sin dominio público, sin transparencia, derecho de acceso ni participación del común, la solicitud expresada en sede parlamentario de organizaciones como Political Wacht nos emplaza a actuar de forma decidida en esta filosofía ya debatida en el Foro de Gobierno Abierto.

Pero España ha mantenido históricamente una tradición y cultura política marcada por el patrimonialismo y el cegado de canales, ventanas y medios de observación en defensa del interés general. Las propuestas de mejora y modernización del funcionamiento de la Cámara legislativa, centradas en la participación, la rendición de cuentas y la integridad, se antojan, aunque tardías, oportunas y diríase que urgentes a tenor del habitus operacional de algunos partidos y culturas políticas.

Frente a casos como el de Montoro, o el incumplimiento del Reglamento con la falsificación de los méritos curriculares, o haberes patrimoniales, no hay otra garantía que introducir mecanismos de fiscalización que faciliten los procesos de supervisión y rendición de cuentas.

Se trata de mejorar la calidad de nuestra democracia con información accesible de la actividad parlamentaria, dando a la ciudadanía herramientas de búsqueda y control de la acción legislativa. Ampliar el dominio público, hoy privatizado en la esfera de la información institucional, o en manos de las compañías de Silicon Valley, y resolver el déficit democrático cumpliendo con lo estipulado por la Comisión Europea en el compromiso cuarto del Plan de Gobierno Abierto no es, desde este punto de vista, una cuestión menor o tangencial.

El debate en estos momentos en el seno de la UE es si avanzamos en proteger las libertades públicas, la igualdad y la justicia social o se impone el dominio de los falsos patriotas, impostores del orden y progreso, que socavan derechos fundamentales y atentan contra el propio Estado, restringiendo por la puerta de atrás las libertades públicas a partir de la opacidad.

Es evidente que permitir o propiciar una mayor y mejor fiscalización de la actividad legislativa, y de sus representantes, contribuye a la necesaria regeneración democrática, promueve la eficacia del Estado y, además, trae consigo un aumento del índice de la calidad de nuestra democracia.

Todo lo contrario a lo que se propone la derecha ultramontana y el imperio de la impunidad de los defensores del tecnofeudalismo que nos quieren imponer, a fuerza de ocluir las vías de comunicación pública, una suerte de tiempo de silencio al modo de la ley franquista de secretos oficiales.

Por fortuna, este es un tiempo-encrucijada de apertura, tiempo de abrir y transformar nuestras instituciones. Una demanda de la sociedad civil que hace tiempo viene impulsando medidas y políticas congruentes con las exigencias de Bruselas, por el bien común y por salud pública pues saben que la máxima garantía y fortalecimiento de la democracia es cumplir, en palabras de Julio Anguita, con el imperativo categórico de toda etica política: transparencia administrativa y democracia consecuente.

La Cofradía de Los Cipotones

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El maestro Antonio López Hidalgo siempre emulaba y rememoró en vida a Pepe Guzmán. Hoy me toca homenajear a mi amigo y maestro del Periodismo tomando prestada su expresión, habitual en él, para hablar de la proliferación en España de una especie protegida por el poder y la fortuna, la suerte de los imbéciles, o cucañistas de todo lo público y ajeno, que podrían ser distinguidos, básicamente, como «cipotones».

Quién sabe cómo traducir e identificar lo que ello significa, pero es ver en televisión a Antonio Naranjo y venirme a la mente la palabra. Están los topónimos y los tontos de capirote –o cipotones– que desfilan por doquier formando una amplia cofradía contra la razón. Una nueva especie que, como decía un meme en la red, es tan invasiva y trepadora en nuestro país que uno puede ir saltando sin tocar el suelo de Sevilla a Bilbao, de cipotón en cipotón, de gueon a pendejo, de abrazafarolas a boludo, de tontopollas a voxeros por doquier. Y sin parar.

La nueva internacional de la indigencia intelectual y la memez ha alcanzado a todos los sectores, estratos y actividades. Es lo más transversal que une a España: la gilipollez. Quizás por ello abunda en nuestra lengua tanto descalificativo. No les cuento de la universidad porque tendría que empezar por mi Facultad y continuar con asociaciones científicas y académicas, además de hablar de la RAE y Pérez-Reverte, bajo palio.

No terminaríamos esta columna poniendo ejemplos de lo común o, lo que es peor, el lector podría empezar a entrar en pánico o abonarse a la desesperanza y nosotros, con todo, somos de otra internacional: la de la pedagogía democrática, radicalmente gramscianos, partidarios, en fin, del principio esperanza.

Así que, siendo conscientes de esta lógica tontiloca de la cultura dominante, es hora de asumir algunas normas debidas de salud pública contra la fachosfera digital, por empezar por un frente cultural de obligada preocupación y alerta social en el actual contexto histórico.

Una ley universal de la comunicación dicta que «información da lugar a información». Retuitear, comentar, criticar o cualesquier otra acción fuera con las ocurrencias, por ser elegante, de Díaz Ayuso y la avanzadilla neofascista de los tertulianos de turno no hace otra cosa que amplificar el efecto boomerang.

No somos partidarios de la desconexión, pero un ejercicio sano diario es no abundar, difundir o combatir en terreno adverso, es decir, las redes colaboracionistas del golpismo mediático, el discurso de ilotas o esclavos que se propaga por la cultura de la nadería.

Tenemos por delante, además, cultivar la cultura del encuentro. No hay comunicación más rica y enraizada que la de proximidad, cara a cara, en grupo y público, en asamblea o bares, en plazas públicas o foros ciudadanos. Recuperar el dominio público pasa, en otras palabras, por apropiarnos del tiempo capturado por las pantallas y las corporaciones de Silicon Valley; no dejar nuestra interacción en manos de la mafia de las big tech para reconocernos cara a cara, en cuerpo y presencia, mano a mano, cordialmente, cultivando la política de la fraternidad. Ganaremos, de este modo, en calidad de vida y en calidad democrática.

Finalmente, y hablando del espíritu de nuestro tiempo, convendría, en instituciones y en la sociedad civil –de la Universidad a la familia; del Congreso de Diputados a los partidos; del campo a la ciudad– extender la cultura de la lentitud, desacelerar, en suma, el turbocapitalismo; abrir tiempos de reflexión y mancomunidad para ser y pensar, para promover una lógica de los sentipensamientos de una modernidad –otra– ante el despliegue del ecocidio y la explotación intensiva, en el espacio pero, sobre todo, en el tiempo que el capitalismo inhabitable nos impone.

En Andalucía, herederos del ethos barroco, hace tiempo inmemorial sabemos que el futuro de la humanidad pasa por desplazarnos de la modernidad realista, del Norte, a la cultura festiva y feriante del Sur y de los de abajo.

Construir una modernidad sensible con un cronotopo acorde con la naturaleza y la vida que late y sobrevive a los desmanes de la barbarie capital es imprescindible y debe ser prioridad en la izquierda emancipadora, de todos, querido lector, querida lectora. Y en ese empeño estamos. Esperamos que si alcanzó a leer hasta esta línea, comience desde ya, aquí y ahora, a leer y vivir con otro tempo. La vida, no lo dude, nos va en ello.

Información y dominio público

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Los medios masivos de comunicación, advertía Wright Mills, dicen al hombre quién es, le prestan una identidad, le dicen qué quieren ser proyectando sus aspiraciones vitales, para ello le muestran cómo lograrlo, por qué medios o recursos, y, finalmente, le dicen cómo han de sentirse, contribuyendo en el plano de la fantasía a resolver las contradicciones propias del modo de vida americano o, si prefiere el lector, del capitalismo puro y duro.

Esta dinámica que incide en la expropiación del dominio público es el principal obstáculo para la construcción de cultura republicana en países como España y no es nuevo. La deriva del periodismo en la producción del consentimiento y la lógica del autoritarismo premoderno se viene dando invariablemente desde el siglo XIX.

Se afirma, con frecuencia, que el efecto burbuja de incomunicación es un producto de las redes sociales propio de la era Internet, pero esta lógica de la repetición y la indiferencia es consustancial a la cultura de masas, a la pulsión de muerte que, como denunciara el situacionismo, define la lógica escópica del espectáculo en nuestro tiempo. Como advierte Daniel Blanchard, nada tan mórbido como un telediario. El mejor medio de impedir a la gente pensar y expresarse de modo autónomo es ahogarles en el flujo prefabricado de la emisión en línea, de acuerdo al modelo de edición de las industrias culturales por el que otros definen las palabras con las que imaginar y representarnos lo real. El lazo social directo – escribe Blanchard – el tejido social que se teje hilo a hilo, entre cercanías, es reemplazado por un lazo tele-social, por decirlo así (a distancia), que mediatiza la relación, sondea nuestros sueños y calcula nuestras opiniones en un continuo proceso de expropiación y extrañamiento.

El resultado de duopolios como el que sufrimos en España ya saben cuál es. En palabras del afinado Gore Vidal, tenemos un régimen socialista para los ricos y de libre empresa para los pobres que es presentado como un gran teatro de las ilusiones, y a veces un circo acrobático a lo Sálvame o el programa de Ana Rosa, que para el caso no hay diferencia sustancial. No olvidemos que la industria del espectáculo proviene, como Cantinflas, de la barraca de feria y en ese escenario seguimos.

Ejemplo sintomático de ello es la cobertura del conflicto en Cataluña o los sucesivos montajes recientes del imperio de los sentidos que domina en el orden reinante de los medios como arietes contra Unidos Podemos y el gobierno de coalición. La experiencia acumulada de ataques a las posiciones progresistas es amplia. Recuérdese la campaña de acoso y derribo sufrida por Julio Anguita, que ejecutara el periodista Rodolfo Serrano y su jefe, Ciudadano Cebrián, ejemplos de mala práctica profesional pensada para evitar el gobierno del demos. Llama por ello la atención que, en esta perversa dialéctica del periodismo contra lo público, el medio de referencia dominante, El País, haga una hagiografía de su fundador, con motivo de su retirada de la primera línea de actuación del grupo PRISA, poniendo en valor su contribución a un oficio que siempre menospreció en su empeño por incluso evitar la creación de las Facultades de Comunicación para la acreditación profesional que él, como Mariló Montero, no estaba dispuesto a certificar. Permita el lector unos breves apuntes a este respecto porque la nota, por antológica escritura del disparate, es un ejemplo contrafáctico de lo que debería ser, en verdad, el periodismo. Según el diario de los fondos buitre, el fundador de El País es un punto de referencia, una fuente de inspiración, de brillante trayectoria, “un éxito de referencia ejemplar”, según Antonio Caño, que dudo lo compartan la mayoría de redactores, columnistas y público en general que han asistido perplejos a la decadencia e historia de un fracaso anunciado liderado por el factótum del Colegio del Pilar, en este caso, no sabemos si por falta de criterio, probablemente, o por nula formación como periodista. Convendría saber, por cierto, si el autor de la nota estudió Ética y Deontología Informativa, dado que, vistos los antecedentes, es razonable dudar que en su currículo figure la licenciatura en Ciencias de la Información. Si fue a clase ese día, a diferencia de Pablo Casado, no le cundió para nada. Pues lo que ha sufrido El País es un desprendimiento de RETINA en toda regla que le ha dejado ciego, no mudo, pero sí sordo ante las tropelías que ha vivido, en términos de derechos y libertades civiles, la ciudadanía en España. Lo más divertido, no obstante, de este despropósito de despedida a toda página del fundador del grupo PRISA resultó ser que la nota fue publicada tras el titular que rezaba “Una docena de lobbies acapara el poder en España”. Pues eso. Larga vida al César. Mientras tanto, como reza un principio de la Internacional Situacionista, otros somos conscientes que la comprensión de este mundo no puede fundarse más que en la contestación y esa contestación no posee verdad ni realismo sino en cuanto contestación de la totalidad. Una práctica en las antípodas del modo de concebir y ejercer el periodismo en este reino de España.