Soberanía digital

Share

Decía Neil Postman que los medios son metáforas de la cultura, y el bueno de Mark Zuckerberg lo confirma: su META, la fantasía virtual de la era robótica, es una propuesta de episteme para determinar el espíritu de nuestro tiempo, un tiempo pensado sin narrativa ni horizonte político posible salvo el del consumo compulsivo de la pantalla total. El metaverso es la negación de la poesía, es la narrativa 3D del capital, un espacio tóxico contra la democracia y la autonomía que debiera ser objeto de disputa, pero la soberanía digital no está en la agenda estratégica de Bruselas. Hay quien afirma, y no le falta razón, que el encuentro o cumbre de Versalles no solo es un avance, tardío e improbable, hacia la unidad e integración política del espacio común, sino quizás el canto del cisne de la propia existencia de la UE, que hace pocos años, tras el colapso de la pandemia, renunció a la ventana de oportunidad de acometer radicalmente lo evidenciado por el covid: la dependencia tecnológica. Como en la crisis financiera de 2008, la voluntad de refundar el modelo de desarrollo científico-técnico de la UE fue apenas un tímido escorzo difundido para unos cuantos titulares de la prensa y poco más. Y ello a pesar de la evidencia de lo inapropiado de la política de no intervención en el sector constatada con la crisis sociosanitaria. La falta de voluntad política y la posición subalterna de la Comisión Europea respecto al lobby Silicon Valley abonaron la nula imaginación creativa de los responsables de Bruselas en la materia, aun contando con ejemplos de buenas prácticas próximos y conocidos. Analizar y aprender no son divisas comunes en el espacio de libre comercio.

Occidente sigue con la asignatura pendiente de aprender de los cambios del gigante asiático a la vanguardia tecnológica en la larga transición de chinatown a chinatech, más allá del cambio del eje Atlántico al Pacífico El objetivo chino de liderar en 2030 la innovación en IA es ya un hecho, por planificación política y la eficiencia del gobierno de Pekín. Xi Jiping invertirá además casi un billón y medio en sectores estratégicos de la revolución digital. La cultura tecnológica desplegada en el país está siendo ampliada a velocidad de crucero con más de 800 millones de usuarios de smartphones y empresas líderes de referencia como Tencent, Alibaba o Huawei a la cabeza del cambio tecnológico. Y qué hablar de la ciberseguridad. Con Bairang, Dahua, Transinfo y Hikvision, China demuestra no ya ser la potencia emergente que ha de marcar el curso de la historia este siglo, sino además con ello se constata que es capaz de proyectar un modelo alternativo de gobernanza tecnológica. Tiene ciertamente el problema de la amenaza de guerra comercial de EE. UU. y la fuga de cerebros, además de la escasez de semiconductores en manos de los aliados de Washington, empezando por el gobierno de Milei en Argentina. Este poder y el de la arquitectura de la infraestructura son todavía determinantes para el proceso de transición digital y exige de nuestra parte una crítica actualizada del imperialismo cultural ahora que sabemos o más bien que hemos observado que existe una geopolítica de los cables submarinos que nos conectan. Conviene por lo mismo empezar a explorar las infraestructuras y procesos de organización subterráneas que nos limitan y condicionan los accesos para empezar a entender que ni somos tan libres ni Internet es autónomo y que el futuro de nuestra vida depende del modelo de implantación de la economía de silicio. Un proceso que está acelerando la modernización y automatización de la producción, reestructurando los modelos de mediación social y alterando radicalmente la experiencia vicaria de todos, en una suerte de cóctel explosivo que puede hacer implosionar toda forma de reproducción mientras asistimos impasible a la imposición de la ciencia de las redes pensando como mucho en la estética de las pantallas y las máquinas de sincronización cuando es vital disputar el sentido de la autonomía y más allá aún las ecologías de vida. Los desechos tecnológicos, de lo que nos acordamos no como ruina sino cuando en situaciones críticas como la ausencia de chips electrónicos apunta la necesidad de cuestionar la obsolescencia planificada y las dificultades de acoplamiento y de ensamblaje que la empresa-red y la política META/FISICA de los dueños de la psicoesfera nos abocan a definir, son un síntoma de la encrucijada histórica en la que nos encontramos, cuya lógica de innovación ni tiene fin, al menos social, o meta pertinente, ni permite la supervivencia de la propia especie, físicamente. Esta es la disputa y la cuestión a debatir: de la escuela a la vida, del trabajo a la cultura, y de la sociedad al gobierno de la polis, si aspiramos a que la telépolis tenga encaje futuro, ensamblando la sociedad real con la formal o figurada.

Meta(dona)

Share

Decía el bueno de Bauman que este tiempo de la aporofobia se distingue por ser, más allá de la criminalización de la pobreza, la era de la modernidad líquida. Pero empiezo a pensar que la verdadera licuefacción de las pantallas tiene lugar en otra parte. O, dicho de otro modo, que la tramoya que oculta el espectáculo de lo hiperreal no nos deja ver lo que, de verdad, importa. Que, por poner un caso, Metaverso es más bien el verso libre contra lo común y la democracia. Que lo virtual es la inversión (económica y simbólica) de lo real en este capitalismo zombi alimentado de la savia que fluye desde la latencia existente en cada hábitat social. Por ello Facebook nos quiere comprar la vida. Capturar el tiempo todo de la experiencia, como ya sucediera en la sociedad industrial, según nos demostrara Marx con la teoría del valor. Ahora, el peligro de esta lógica colonizadora, la verdadera distopía que nos amenaza de forma inminente en la sociedad digital es que, trágicamente, podamos terminar, como los personajes de Hasta el fin del mundo, de Wim Wenders, dejando de soñar, de vivir, de habitar y cultivar el nexo y las relaciones que nos constituyen. Urge por ello volver a la materialidad concreta del encuentro, de nuestras relaciones, del hogar al bar, del oikos a la fábrica social, liberándonos del relato futurista que nos quieren vender, cuando en realidad nos quieren comprar. En ello nos va la vida, y mucho más que la libertad. Pues del 3D al control total, la nueva visión de Mark Zuckerberg prefigura un programa totalitario que debe hacernos pensar, y no solo dar yuyu, para comprometernos en una nueva agenda para la acción. Más aún si consideramos que la metamorfosis que anuncia la compañía caradelibro es más la descrita por Kafka. Una operación de marketing con gafas de realidad aumentada, realidad virtual, total inmersión y holografías envolventes al servicio de plataformas oligopólicas o, siguiente fase, de monopolio más real que virtual. Hablamos de la era del neuromarketing donde, como advierte Chris Wallace de la BBC, los anunciantes van a controlar nuestra conducta fisiológica, planificar nuestros deseos y, cómo no, incentivarlos, azuzarlos como se persigue a una presa. Por eso empezamos a reconocer en esta evolución una suerte de neofeudalismo tecnológico. En otras palabras, no son tiempos líquidos sino tiempos de caza y recolección, con programación hightech de nuestra mente como paquete. Luego no cabe hablar de involución, sino de desarrollo perfeccionado de los restos oligárquico-esclavistas que hicieron y hacen posible el capitalismo gracias a la performatividad de la tecnología (los medios de producción y reproducción). Es decir, el medio no es el mensaje, el mensaje es el discurso y práctica social mediatizada para tenernos apendejados, adormecidos o, como dicen en mi tierra, apoyardaos. En este orden reinante, nunca mejor dicho, no cabe Funes el memorioso, pues, con la inteligencia artificial, hemos pasado de un mundo donde recordar era la excepción, y olvidar lo natural, a un orbe digitalizado donde la tecnología invierte estos términos y nos lo recuerda periódicamente. Sujetos como estamos al síndrome hipertiméstico, la exomemoria total que es subrogada nos convierte en apéndices de la máquina, y lejos de conectarnos, en medio de una crisis de sinapsis, nos desconecta de la realidad y de los otros. Por ello muchos movimientos de la sociedad civil están reclamando socializar los bienes relacionales y las redes como patrimonio común de la humanidad. Toda posibilidad de democracia pasa hoy por apropiarnos del capital social interconectado, garantizando la autonomía de todos, si no queremos ver reeditado, en versión hipervisual, el autoritarismo neofeudalista de los Berlusconi de turno que, como antaño con la lógica masónica de Propaganda Due (P2), empiezan por desplegar estrategias de fascismo amable a lo Black Mirror, que es tanto como decir que el reflejo oscuro es más bien el orden, como vaticinó Debord en la sociedad del espectáculo, del secreto, para terminar imponiendo un sistema de caja negra que garantiza la expropiación de lo común. Como ha advertido Armand Mattelart, la información y el saber son cada vez más tratados como un bien inmaterial apropiable. De ahí el carácter estratégico de los derechos de propiedad intelectual donde se juega la batalla de las nuevas formas de patentes como apropiación privada de los conocimientos. Desde 1994, los acuerdos de Marrakech que crearon la OMC alinearon la legislación mundial a partir de las normas americanas. Y desde entonces la UE sigue confiando en el amigo americano incluso para el futuro del 5G. El problema en crisis como la pandemia es que este orden en declive no es sostenible, ni la aplicación de las normas sobre patentes deseable, en la medida que empobrecen y condenan a todos, a creadores, público y sociedad. Por lo mismo, antes que nada, convendría retomar una proclama del obrerismo italiano: dinero gratis, que Mark y Facebook pasen de la metadona que pretenden inyectarnos a donar lo que ganan con Meta. No sería mala solución, llegar a la meta de la socialización de la riqueza con otros medios.