Cultura fan

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La estetización de la política viene siempre precedida por la cultura fanum, por la religación fanática de lo mismo, en una suerte de eterno retorno de las formas primitivas de socialización que hoy experimenta una nueva vuelta de tuerca.

Del olimpismo de la cultura de masas a la cultura fan se observa una radical transformación del universo de la mediación caracterizada por seguidores que son una suerte de híbrido entre fanáticos y suscriptores de un catálogo de Venca para idiotas, con la debida distancia, eso sí.

Y es que la absoluta desmitificación es una condición del universo Youtube, la pérdida del aura vindicada, paradójicamente, como aureola de la autenticidad. En este horizonte cultural prima el principio de diversión. La cultura gamificada se traduce en el dominio de arquetipos exitosos, descomplicados, lúdico-festivos, autónomos y cosméticos por ocurrentes.

En esta espiral del disimulo y los salones de espejos-pantalla, las redes proyectan el señuelo del principio de autonomía, la percepción documentada por el estudio Los youtubers: espejos influyentes en el proyecto de vida adolescente de que son ellos quienes dominan la red, seleccionan las fuentes y producen lo público como privado. Pero nada tan lejos de la realidad.

Como en la cultura pop, no hay fan sin mercificación, por abstracta que esta sea, como también toda lógica de mediación da pie a procesos creativos de reapropiación. Puede escuchar el lector el disco Fuerza Nueva de Los Planetas y El Niño de Elche, un proyecto en el que exploran esta hipótesis para hackear las nociones del universo fan.

Inversión plebeya de apropiación de la cultura pop, como ilustra Pedro G. Romero, que a partir de la remezcla permite una lectura otra del canon: de Ocaña a Rosalía, de Guy Debord a la posmodernidad caustica proyectando nueva luz sobre la refracción simbólica que nos inunda y alcanza.

No olvidemos que la Fan Fiction es, en términos de Foucault, una función clasificatoria, aunque abierta, como el Fan Mix, el hibridismo, la reapropiación y la multiplicidad de máscaras y roles, de funciones e imágenes propias de la cultura de la Triple R (reducir, reciclar y reutilizar) aunque, con frecuencia, se expanden imponiéndose frente al principio esperanza (Bloch) el principio de responsabilidad (Jones) que no es otra cosa que el culto al orden reinante. Un mar de contradicciones.

Estemos atentos en cualquier caso a la nueva generación, un cosplay puede dar lugar a cualquier cosa. Quién sabe cómo y dónde.

Antihéroes de saldo

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La necesidad de héroes de la vida posmoderna es sintomática de una ausencia que se proyecta en forma de relato ya nada épico, sin complejo de Antígona, solo apenas una buena interpretación y un consumo serializado. El rebelde sin causa contra las autoridades cada día más autoritarias es la norma. De la cultura motín a la conspiración a lo Anonymous, el imaginario colectivo alimenta la pulsión antagonista, de la Revolución Francesa y la Comuna a los hackers del Siglo XXI. Si el secreto es la norma en la sociedad del espectáculo, la industria cultural tiene en este sentido una especial querencia por lo oculto y las sociedades secretas. Cultura masona o no, el imaginario colectivo de la modernidad provee por lo mismo continuamente de antihéroes, como antaño hiciera la literatura. “Piratas del Caribe” es un buen ejemplo de este proceso de identificación. Como el bandolerismo en España. La idea aventurera de la banda o fratria contra el poder instituido como colectivismo demócrata por otros medios, al margen de la idea, es la historia cultural de la subalternidad mediatizada como reclamo del consumo de masas. Esta lógica cultural ha cultivado un ideal romántico de lo perdido en la vida en común. De Curro Jiménez a los jóvenes canis de La Casa de Papel hay un hilo rojo de una historia literaturizada hasta la extenuación que deja en el trasfondo el rechazo a las formas tradicionales de dominio tanto como hoy al fetichismo de la mercancía, a la forma reificada de un mundo inhabitable, salvo infringiendo la ley y el orden. De ahí la activa reapropiación de símbolos y personajes en una contracultura que, más allá de los piratas informáticos y las formas reales y concretas de sabotaje, admite diversas interpretaciones. En Turquía, por ejemplo, el ex alcalde de Ankara ve en “La casa de papel”, todo un fenómeno de audiencia en el país, una crítica acerada contra Erdogan mientras diversos colectivos autónomos despliegan una lectura contemporánea del personaje histórico en “V de Vendetta” de Alan Moore y David Lloyd en una suerte de cultura de la máscara, metáfora del enmascaramiento de las relaciones reales y concretas que ocultan los intereses al uso, tal y como denunciara el Subcomandante Marcos. Y que conecta especialmente con los más jóvenes, una nueva generación, la generación Z, precaria que vive, como los personajes protagonistas, una devastadora inadecuación del yo, una incapacidad biográfica de construcción sufriendo la sensación de ser responsables de su propia tragedia sometidos como están a los dispositivos y máquinas de producción de vidas desechables, de bajo coste, maleables, prescindibles, superviviendo contra corriente. Quizás por ello el éxito de los antihéroes como Hancock. En la última década, coincidiendo con el ciclo de crisis terminal del capitalismo, la proliferación de este tipo de personajes, como el protagonizado por Will Smith, se han multiplicado en la factoría Disney. Nada que objetar al respecto, salvo que el problema es que el imperio Pixar o Disney, las series como Casa de Papel no nos toman en serio. En otras palabras, la narrativa dominante exprime, en el acto de consumo, la voluntad de insubordinación, la pulsión antagonista. Por ello, convendría, en la era Netflix, procurar menos series y hombres serios con guiones obtusos y canciones a lo Bella Ciao para actualizar la lectura de Antígona. Precisamos más cuerpo y Mackinavaja en un tiempo en el que, como ilustra Borgen o Crematorio, la ruindad y el crimen es la norma del sistema social.