Publicidad, tiempo y vida

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Francisco SIERRA CABALLERO

La publicidad es un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer, por un lado, en ella, una lógica o racionalidad social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, como experiencia estética, y en tanto que mediación simbólica, la publicidad debe ser considerada un importante factor determinante de socialización y representación cultural. En síntesis, la función económica de la publicidad se orienta a la difusión de los productos, empresas e instituciones económicas, a fin de favorecer, en el marco de la libre competencia, la orientación y ampliación de la demanda, según las exigencias de reproducción del sistema productivo, garantizando no ya la circulación de los productos, bienes o servicios en el mercado, sino más bien la producción misma, y, por lo tanto, la acumulación de capital, en la justa medida que contribuye a crear, en muchos casos artificialmente, la demanda y de este modo acelerar el proceso de circulación y rotación del capital, que, no olvidemos, se realiza siempre en el acto de consumo como intercambio.

En esta dialéctica de rotación del capital, la reproducción estructural del sistema de clases resulta más que evidente. La diferencia de atributos simbólicos que muestra la publicidad en cada producto tiene por objetivo una jerarquización y organización planificada de los tipos de consumo organizando el mercado en favor de la competencia y reproducción de las diferentes fracciones de clase. La publicidad cumple así una importante función de redistribución del gasto público según diferentes tipos de mercancías, que afecta positivamente la demanda agregada, y condiciona los niveles de ahorro en favor del gasto. El profesor González Martín destaca además como funciones económicas propias de la difusión publicitaria: la regulación de acceso al mercado de determinados productos; la promoción del consumo de las mercancías y la determinación del lanzamiento de nuevos productos. Por ello, «la publicidad, en suma, es un instrumento económico de producción, imprescindible para desarrollar el sector de bienes de consumo, evitando el descontrol tecnológico y social de los bienes de producción» (1). Desde el punto de vista económico, la publicidad es pues una fase del proceso de circulación mercantil dirigida a estimular la realización y venta de bienes y servicios del modo de producción del capital monopolista. La publicidad, en otras palabras, es la imagen del propio proceso de producción capitalista como forma de comunicación que limita y favorece la programación del mercado, subvencionando la cultura de masas, al organizar las formas de consumo y representación cultural. Por ello mismo, como bien apuntara Mattelart,los portavoces de la industria publicitaria se han revestido de una función de ideólogos en un contexto en el que una de sus principales metas es la redistribución de la hegemonía entre el Estado y la empresa, esto es, entre el Estado y el mercado, y entre el Estado-nación y el espacio transnacional. Se produce así una creciente identificación entre políticas de comunicación y publicidad, con la consiguiente deslegitimación del Estado moderno.

La libertad de expresión comercial, que entra directamente en competencia y contradicción con la libertad de expresión de los ciudadanos, es el argumento esgrimido hoy por las megaempresas publicitarias en su presión a las instituciones públicas para la desreglamentación, consistente en la autorregulación, la autodisciplina (más libertad, menos gobierno, menos Estado y más iniciativa privada) y la reordenación del espacio público comunicativo, en función de los intereses dominantes del reino de la mercancía.  Tal lógica se evidencia cuando está en juego el espacio de disputa de la producción de sentido y el poder político, sea en México apoyando la campaña de Peña Nieto, o en la UE cuando se trata de bloquear todo proyecto de regulación y defensa de los bienes comunes y el sistema público de comunicación, tal y como sucediera por ejemplo con la contrarreforma de la Directiva Televisión sin Fronteras. Ahora bien, si tuviéramos que distinguir sobre cualquier actividad una lógica determinante, cabe reconocer que la función nuclear del discurso publicitario es la de producir el nuevo homo consumens.

Tradicionalmente, la publicidad ha servido para promocionar todo tipo de productos, ideas, instituciones y personas, construyendo mensajes fácilmente perceptibles por el público, y altamente eficaces en su poder persuasivo, como dispositivo de proyección de la ideología dominante. Es quizás este el factor de concentración empresarial más importante que ha «montado» y «desmontado» al «homo consumens» (Erich Fromm) en la adaptación a las pautas culturales del cambio social que introdujera la nueva norma de consumo de masas. Por ello decimos que, históricamente, la publicidad es un instrumento esencial de consumo simbólico de reproducción social. Más aún, la publicidad es la producción industrializada de la realidad, un espacio de socialización de las pautas culturales dominantes cuya función esencial es la reproducción de las formas de producción y reproducción cultural.

La publicidad busca, en primera y última instancia, influir, determinar y dirigir la conducta y representaciones sociales de los públicos, por mediación de la referencia artificial que integra en los productos valores, atributos y caracteres simbólicos planificados por los técnicos y especialistas en virtud de los objetivos predeterminados por los anunciantes. «La publicidad es, en suma, un medio de difusión de ideas ajenas y una técnica de persuasión orientada a dar a conocer de forma positiva, laudatoria y plena, la existencia de productos y servicios, procurando suscitar su consumo» (2). La pregnancia y presencia cotidiana que ha adquirido en nuestra vida cotidiana ha transformado así la cultura corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno, resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes publicitarios, menos somos conscientes de su poder y de los efectos que condicionan nuestro comportamiento como dispositivo de control y disciplinamiento social. De hecho, el actual poder de la publicidad es el poder de la ubicuidad y de la permanencia, el poder de la permeabilidad y de la representación, cuya eficacia depende de la mayor o menor capacidad de realización pública de tres funciones básicas que la constituyen: » a) La denominación, a través de la cual se crea la marca de los productos. b) La predicación, utilizada para producir la imagen y la personalidad de éstos. c) La afirmación, por medio de la cual se positivan los productos y se trata de implicar en el mensaje al propio receptor» (3).

Este proceso de designación de la realidad, de nombramiento y calificación del universo simbólico del consumo socialmente necesario a fuerza de ser habitual, y universalizado socialmente por la cultura de masas, se considera hoy un proceso de «nominación económica» más o menos natural y aceptable. Anunciantes y publicistas argumentan, en ocasiones, a favor de la publicidad como una forma de representación cultural libre y funcional que pone en comunicación a los operadores del mercado. Sin embargo, la publicidad, lejos de representar el mundo, por lo general, como hemos razonado, lo produce, constituye una forma de poder. La publicidad modela, estructura y determina nuestro modo de percepción mediatizando el lenguaje y la cultura cotidiana. Y al tiempo universaliza en la cultura de masas una manera y un estilo de comunicación que han estereotipado el discurso público (4) y que, paradójicamente, ha transformado en público lo privado, privatizando el espacio de comunicación, por efecto de la operación mercantil que cosifica y despersonaliza la cultura. En otras palabras, las marcas del mercado han marcado las formas de representarnos.

La marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor. Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social. La marca posiciona e identifica pues tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva, metafóricamente hablando, a los objetos y productos finales de la circulación de capital. Como señala Jesús Ibáñez, la publicidad opera sobre los consumidores operando sobre los productos. Mediante productos transformados en metáforas, transforma a los consumidores en metonimias. Los consumidores son parte de los objetos de consumo, son cosificados, mientras los productos y bienes de consumo público son subjetivados, adquieren personalidad por efecto del discurso publicitario. La publicidad desmaterializa idealmente los objetos y productos de consumo hasta el punto de personalizarlos por efecto de la proyección con valores, normas y estilos de vida deseados, a fuerza de inducción y seducción. El objeto u objetos de consumo igualan, de este modo, al consumidor en el acto imaginario del consumo publicitario, a la vez que el discurso publicitario personaliza, distingue e individualiza a los receptores. La personificación del producto a través de la publicidad crea así un marco estético en el que la experiencia del receptor queda manipulada por la proyección ilusoria del deseo no realizado que anuncia el mensaje. «El papel de la publicidad es, por tanto, crear objetos personalizados (es decir, predicarlos, crear imagen de marca), su función de uso decae en favor de su función de intercambio simbólico. Los objetos son ya – a través del discurso publicitario – sinceros, espontáneos, simpáticos o bravos, aventureros u hogareños» (5).

González Martín caracteriza, en este sentido, la sociedad de consumo, que promueve la publicidad y las técnicas de mercado, en función de cuatro operadores retóricos:

     «a) Personalización de los objetos y servicios. El principio y el fin de toda actividad económica es el tú individual. El individuo está completamente cautivado por el hedonismo del consumo; b) Propuesta de goce inmediato. Una sociedad muy productiva, como la actual, precisa un consumo muy planificado y una rotación continua de stocks. Si se para el consumo, se para todo el sistema; c) Producción gracias a la publicidad, de necesidades, como si se tratase de crear otro cualquier tipo de mercancía; d) Mercantilización de los modos de vida: son los objetos los que producen la sociedad, y no al contrario; e) Utilización del hombre como sujeto de consumo y no como fuerza productiva. El consumo objetualiza a las personas y personaliza los objetos» (6).

La publicidad impone así la creencia de un orden social benefactor, proyectado a través de la imagen feliz del goce que parece proporcionar el cuadro de atributos que marca el producto. Como decimos, la marca de un producto no marca ya al producto sino al consumidor mismo. «Cuando la marca marcaba al producto, la publicidad metaforizaba el producto: lo condensaba. Cuando la marca marca al consumidor, la publicidad metonimiza al consumidor y lo desplaza. Su posición y su estado de movimiento – una posición real y un estado de movimiento imaginario – quedan fijados por la publicidad (…) Los consumidores son clasificados, ordenados y medidos por las marcas que consumen» (Ibáñez dixit). La publicidad condensa los productos para desplazar a los consumidores. Pues la transformación cultural de la publicidad es la construcción de los productos de consumo en lo real mediante la expansión imaginaria en los anuncios. La publicidad opera, en este sentido, según la lógica de un simulacro: la realidad destruida, oculta o manipulada, se transforma en imágenes sintéticas de lo posible y deseado. En otras palabras, por lo general, la publicidad recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. El lenguaje conativo y la representación imaginaria de la realidad tienen por ello la función, en todo anuncio, de borrar la distinción entre emisor y receptor, por medio de la ocultación de los límites entre texto y realidad. El secreto de la publicidad es pues el intercambio de un hecho (el deseo de placer por el consumo) por un dicho (la realización del deseo en el acto de consumo de la publicidad). De ahí que el discurso publicitario resulte una reivindicación posmoderna del hedonismo y del culto al cuerpo, aquí y ahora, entendido como la realización momentánea de la proyección del deseo en el acto voyeurista de la mirada, del consumo de la publicidad y su mundo maravilloso. Más aún, la publicidad es una forma de sueño electrónico y de idealismo comunicacional. En ella, no se promociona productos, sino placeres, y no precisamente placeres materializables, sino más bien placeres de goce estético o imaginario.

El mundo de la publicidad es pues el mundo de las apariencias, un universo simbólico dominado por el poder reificante del valor de cambio ya que, como afirmara Wells, la función del discurso publicitario no es otra cosa que enseñar a la gente a necesitar cosas. Los productos son significantes que la publicidad llena de significados. A través de la comunicación, la publicidad equipara el valor de uso y la capacidad significante de los productos y el valor de cambio y sus posibles significaciones. Al respecto conviene recordar que el reino de la mercancía es dicotómico, dual, y se manifiesta tanto en su dimensión concreta como de forma abstracta, cualitativamente particular y cualitativamente general y homogénea. En palabras de Postone, como objeto, la mercancía tiene una forma material; como mediación social es una forma social (7). Pues la publicidad, como práctica comunicativa, media entre el proceso de producción y el universo simbólico de las prácticas de reproducción social a través del acto de consumo, verdadera garantía de retroalimentación de la circulación de capital. Expresa por tanto esta dialéctica y dualidad resultando la dimensión proyectiva central en la función vicaria de la experiencia del sujeto orientada por el reino de la mercancía.

Todo vale para el logro de este proceso de análisis y síntesis comunicacional: la proyección de nuestros deseos y aspiraciones, la promesa de éxito, el encanto del sexo, la invitación a la aventura, la fabulación de mundos y universos imaginarios. La belleza, la eterna juventud, la clase, el placer, la armonía de la naturaleza y el mundo, entre otros muchos valores, son puestos en escena para vender un universo simbólico asociado al mundo de los objetos por comprar y consumir. La publicidad explota así corporativamente todos los rituales culturales, los mitos y valores que conforman normativamente la estructura sociocultural de un universo simbólico dado, centralizando los atributos de sociabilidad en el propio objeto de mercadeo. Los ambientes de fiesta, alegría, felicidad, armonía y lujo son adaptaciones personalizadas de lo imaginado que el receptor nunca o casi nunca podrá realizar. De forma tal que el brillo y lujo del mundo, la espectacularidad y belleza de las representaciones publicitarias son solo vacuas formas de seducción que enmascaran las dinámicas reales y concretas de alienación.

La seducción publicitaria tiene por función integrar lo escindido, unir y vincular los lazos de disolución que el propio proceso de comunicación publicitaria produce en el acto de enunciación persuasiva. Pero, paradójicamente, el lenguaje y la lógica social de los mensajes publicitarios refuerzan, ideológicamente, un modelo socioeconómico individualista y competitivo. Como señala el profesor Eguizábal, la publicidad, con su proliferación de imágenes, de mensajes contradictorios, de excesos, de informaciones banales que se solapan y anulan, contribuye al proceso de atomización social. Esta individualización es producto de una subjetividad alienada, pues la diferenciación social que produce la publicidad genera antes que nada una cultura de la indiferencia, una cultura del pastiche, el eclecticismo y la relatividad cultural, ideológica e histórica, prácticamente absoluta y totalitaria.

El discurso publicitario elimina para ello, entre otras operaciones de mediación cognitiva, la conciencia del tiempo. Moles y otros muchos autores han señalado el carácter rupturista y discontinuo del lenguaje publicitario frente a la lógica secuencial y racionalista del discurso ilustrado de la llamada por McLuhan galaxia Gutenberg. Este carácter fragmentario de la representación cultural plantea sin duda numerosas dificultades en la práctica y la forma de representación con que opera el sistema educativo, que además se enfrenta al carácter virtual del mundo publicitario.

La publicidad no pierde sólo su dimensión histórica sino incluso cualquier pretensión representativa del universo referencial. Si en su origen, en verdad, los anuncios publicitarios tenían por función informar la oferta y la demanda mediante un discurso referido a los atributos y contraprestaciones de los productos y servicios anunciados, hoy la publicidad es una forma, en cambio, de asociación implícita de los productos con valores, normas, deseos y necesidades psicológicas o sociales de los receptores. La publicidad habla cada vez menos de los productos y más de los propios consumidores, de sus deseos, preferencias y valores. El anuncio renuncia así a informar al consumidor para dar forma al universo simbólico del consumo y el entorno social. De nuevo, como explica Ibáñez, «los anuncios señalaban antes, en una dimensión referencial, a los productos: a un objeto real idealizado. Pero la idealización era una ornamentación del objeto real. Ahora la publicidad no habla de los objetos: los objetos hablan de sí mismos (se exhiben), y la publicidad los simula. Los objetos se transforman en símbolos: sim-bolo (de «syn-ballein» = lanzar juntos) es lo que une lo que estaba separado, a los objetos entre sí y al sujeto con los objetos».

La pérdida de referencialidad en el discurso publicitario es el proceso por el cual el anunciante logra este efecto estético de integración imaginaria del sujeto con el objeto. El producto anunciado se priva de su marco referencial y adquiere vida propia, mientras el sujeto pierde autonomía en el acto de consumir la publicidad. Así, el producto aparece descontextualizado en una perspectiva irreal, fantasmagórica, surrealista y simulada. El sujeto es influido disimuladamente en su proyección imaginaria, mientras el objeto se personaliza simuladamente. Claro que este proceso se produce a costa de la significación de los anuncios, que dejan de tener sentido para producir encanto, y renuncian a informar para dar forma a la superficie del consumo pautado. Los anuncios organizan el sentido del público receptor como un universo semántico que presiona y orienta las actitudes de los consumidores para persuadirles sobre el valor de los productos. Obviamente, la dimensión motivacional de los anuncios tiene por objetivo crear artificialmente un vínculo estrecho entre el producto anunciado y los deseos, aspiraciones y necesidades más profundas del público destinatario objeto de la campaña:

     «La mayoría de los anuncios se construyen atendiendo a tres necesidades persuasivas : la necesidad de hacer conocido-deseado el producto; la necesidad de vincular el producto con una dimensión motivacional más o menos pertinente, fundada en una carencia que afecta a zonas amplias del público; y la necesidad de motivar no sólo la compra, sino también la recepción del anuncio, haciendo que éste se convierta en un objeto atractivo, grato, fácil de intelegir y generador de una satisfacción puramente estética» (8).

La publicidad busca, por tanto, conectar motivacionalmente un producto con un público heterogéneo a partir de un deseo o estructura profunda de persuasión a partir de una carencia, deseo o gratificación de los individuos destinatarios. La función paradójica de la publicidad es mostrar lo no aparente, manteniendo siempre oculto más de lo que se dice. Por ello, el lenguaje publicitario es hoy un lenguaje cada vez más fabulado y fabuloso, que exalta la espectacularidad, que embruja, hechiza, seduce y silencia. Se trata de un lenguaje poético, lírico, eufemístico, hiperbólico, y hasta eufóricamente exaltado. En anuncios y discursos publicitarios prima en consecuencia el código humorístico, el lenguaje desenfadado, paradójico y banal. La búsqueda del placer musical de las palabras favorece una estética de la creación verbal inocua, trivial y chabacana, propia de una cultura ligera y, en lo esencial, paródica, capaz de ironizar y reírse de sí, para cumplir eficaz y racionalmente la función que la estructura económica la ha asignado a priori. Por ello, las referencias continuas de los anuncios al producto, a la competencia y a otros textos publicitarios, más allá de la compleja trama de diálogos intertextuales que teje en la recepción de la audiencia, tiene un sentido no sólo estético, sino esencialmente económico.

Los guiños , las citas, las referencias intertextuales, las distancias de los actores de la comunicación forman una dinámica compleja y contradictoria de comunicación, basada en el encanto de la imaginación, el absurdo, la fantasía onírica y los sueños no realizados de la audiencia. La veracidad rara vez forma parte de la retórica aplicada por los mensajes publicitarios. Los anuncios son más bien una forma valorativa, ornamental y esteticista, alejada de cualquier intencionalidad informativa. La sensualidad, el placer objetual-sensorial, el deseo, la imitación, la conservación, la proyección negativa son algunos de los factores de influencia utilizados por los publicistas en sus mensajes para influir en la norma de consumo del público.

Por otra parte, en el consumo de los mensajes publicitarios, la comunicación pone en juego elementos sociológicos, cognitivos y culturales. La producción y descodificación de los anuncios se produce a partir de factores actitudinales, perceptivos, conductuales y pragmáticos de la audiencia. La publicidad explota, por ejemplo, los factores fisiológicos activando sensorialmente las capacidades perceptivas y, por tanto, de recuerdo de los consumidores. Se trata de una operación puramente física, no semántica. El aumento, por ejemplo, del volumen, a diferencia de los programas de relleno de la televisión, se programa con el fin de captar el interés y atención del público, o el uso de colores, formas y movimientos muy llamativos tienen por objeto sorprender visualmente al espectador, algunos de ellos menores de edad, tal y como se observa como recursos frecuentes de orientación de la recepción.

Los mensajes estructuran además la información para la formación y cambio de actitudes cognitiva, afectiva y volitivamente. Los anuncios generan actitudes de imitación de modelos y estilos de vida, de interiorización de creencias y valores, y de sumisión al producto del deseo, de la promesa o beneficio sugerido en la misma comunicación publicitaria. En este empeño, otros recursos utilizados habitualmente son:

– La explotación estética de la moda y la lógica posmoderna de la estética del revival, cuya intención, además de lograr la participación activa del espectador mediante el acto de identificación y recuerdo, tiene como resultado la eficaz actualización del propio discurso publicitario, reforzando la pérdida de referencia y la asociación del producto con el recuerdo, la añoranza y los deseos más íntimos del público receptor.

– Los juegos de palabras, en los que el simple deleite del juego irónico, perverso, contradictorio o paradójico resulta funcionalmente recurrente en la seducción y retención selectiva de la audiencia. El uso arbitrario de sufijos, construcciones gramaticales y aliteraciones, cacofonías o encabalgamientos de todo tipo, entre otros recursos lingüísticos, sirven a la publicidad como un instrumento placentero de promoción pública, que exige además una complicidad y la implicación con el texto del público, convertido en lector con-vencido y copartícipe del código elaborado por el emisor.

– Y la repetición, una técnica que, conforme a la lógica conductista de reforzamiento, es una estrategia frecuentemente utilizada en las campañas de promoción, pues garantiza la familiaridad del espectador con el producto y los valores o ideas fundamentales de una campaña.

Cabe recordar, en este sentido, que la publicidad busca en último término la consecución de un determinado comportamiento. No se trata de una comunicación desinteresada, sino más bien una forma de distribución y ordenación de las formas y objetos de consumo público. La industria publicitaria, no hay que olvidarlo, es antes que nada una industria de la persuasión que participa de la lógica y concepción de la comunicación como dominio. Por ello, cuando planteamos discutir la Publicidad para el Buen Vivir, el título del monográfico de Chasqui se antoja disruptivo, cuando no un oxímoron, otro tropo publicitario no apto para el análisis crítico de la comunicación para la emancipación. Implica problematizar el agujero negro del consumo, el tiempo de vida y de trabajo, la reproducción social, en suma. Ello implica disputar el sentido de la vida y los procesos de reflexividad asociados a procesos inconscientes que ya la Escuela de Frankfurt analizara. Como dejó escrito Maurice Dobb, el capitalismo básicamente se caracteriza como sistema de regulación social no consciente. La ley del valor indica que estamos ante un sistema de producción, intercambio y consumo que opera sin regulación colectiva y consciente. Por ello, pensar la comunicación en nuestro tiempo pasa por problematizar el discurso publicitario desde los mundos de vida y la voluntad autopoiética.

Más allá de la llamada Economía de la Atención, tenemos, en esta materia, un aspecto central que la modernidad ha tendido, en la lógica capitalista, a abstraer y no problematizar y que exige una Economía Política del Tiempo, el del consumo y el de la captura de la atención misma que procura la propia publicidad. Una primera tesis que plantea la relación Publicidad y Buen Vivir es que es preciso disputar la función reguladora de la mediación publicitaria desde nuevos enclaves empezando por concretar y territorializar la experiencia del tiempo frente a la abstracción económica capitalista y el inconsciente ideológico del modelo dominante de consumo y reproducción social. De acuerdo con René Ramírez, el tiempo puede constituirse el eslabón necesario que permita articular la propuesta histórica de construcción teórico-metodológica que viabilice la disputa del sentido del valor en el mundo contemporáneo en el paso de la vida usurpada a la vida buena. Desde este punto de vista, se abre una lectura que, ciertamente, la tradición crítica, no toda, solo parte, ni mucho menos el paradigma liberal o neoclásico, ha abordado y es urgente formular, más aun por la biopolítica y financiarización de la economía en su conjunto. Al respecto una alternativa consistente y articulada de la publicidad para el vivir bien pasa por un enfoque holístico del tiempo de vida que plantea la noción de Buen Vivir. Sabemos, como explicara Moles, que el único capital del hombre es el tiempo, y no es acumulable ni elástico por más que hablemos de la era de la comunicación virtual. A partir de lo real concreto, cabe reconocer que el tiempo es finito, limitado, pero a la vez subjetivamente condensable. Y ello debe ser problematizado con nuevas categorías y ángulos de visión capaz de problematizar la lógica dominante de la publicidad como regulación y colonización inconsciente.

Desde luego cabe plantear la pertinencia o no de un marco conceptual clásico como el que apuntamos en estas breves líneas. A nuestro modo de ver, no es posible otra praxis publicitaria sin una lectura de la Economía Política Crítica. Retomar desde la Teoría del Valor esta lectura es del todo oportuna ampliando, lógicamente, las perspectivas que el Ecosocialismo y las tesis de Latouche plantean hoy en defensa de una vida sobria, plena, y un tiempo equilibrado frente al dominio del consumo posesivo y un discurso publicitario de la competencia más que de la cooperación social. Problematizar esto y, claro, la Economía Política Crítica, puede resultar un punto de partida útil para un tiempo encrucijada o de transición y crisis civilizatoria como la que actualmente vive la humanidad. En este diálogo de saberes cabe recordar algunas lecciones del situacionismo, que tanto y tan bien problematizó desde la contrapublicidad las formas hegemónicas de la sociedad del espectáculo. El propio Guy Debord cuestionaba la racionalidad del tiempo como espacio colonizado del capital por el consumo de imágenes. En la concepción o razonamiento situacionista, el problema fundamental es que reproducimos la división fragmentaria de la experiencia del mundo del trabajo característica de la cadena de montaje. El tiempo de ocio, en otras palabras, es NEG/OCIO. Un espacio mercantilizado de captura, por más que estemos interactuando con otros y no produciendo, como sucede en nuestro consumo mediático y publicitario habitual. Así, la llamada economía de la atención captura el tiempo de vida y contribuye a la radical separación compartimentada de la vida o del ser social. En esta línea, disputar el sentido contemporáneo de la publicidad pasa por afrontar debates como los que ha introducido el neomarxismo italiano en materia de código abierto, lenguaje, y la biopolítica del nuevo Capitalismo Cognitivo. Reivindicar, como lo hace René Ramírez, la ampliación del tiempo de cultivo de los bienes relacionales se torna problemático si asumimos la tesis de la fábrica social (en un sentido biopolítico), a propósito de las máquinas de informar e interacción. Es el trabajo mismo de captura de la vida, la expropiación de la experiencia, o como decía Adorno, la producción industrial de la propia experiencia y subjetividad, la que apunta la propuesta de nuestro monográfico en el sentido de utopías realizables de un nuevo concepto y práctica de producción publicitaria.

Si, en términos de Morin en El Espíritu del Tiempo, la cultura de masas se impone por medio de una doble colonización de esta economía de la atención: espacial, penetración de los medios en todo el mundo y ámbito (incluyendo el de reproducción o doméstico) y mental (colonización interior, del tiempo de vida como tiempo capturado para la producción de valor), pensar la publicidad para el Buen Vivir pasa por un necesario giro decolonial del homo consumens.

La razonable crítica al antropocentrismo y la filosofía de la ilustración y el espíritu positivo que concibe la naturaleza como una dimensión instrumental, nada o poco holística, debe ser un primer paso para pensar la comunicación desde nuevas matrices culturales. Y en este ejercicio hay aportes como el de Bolívar Echeverría que problematiza la notoria carencia en Marx de una lectura más incisiva sobre la forma natural y el valor de uso a la hora de reivindicar justamente el tiempo libre, la fiesta, el barroco, el ser para la vida y no para la producción de acuerdo al principio “el tiempo es oro”. Comprender la economía como hogar, como refugio, y construir otra alternativa al modelo de civilización realista del espíritu protestante del capitalismo es, en suma, la apuesta que, en síntesis, está en el trasfondo de una crítica epistemológica de la publicidad como dominio que, a todos los efectos, apunta a la necesidad de volver a pensar la economía moral de la multitud. En otras palabras, la disputa política del consumo y el discurso publicitario es la afirmación de identidad, diversidad y religancia, la apuesta por el sumak kawsay como ecosistema que liga territorio, historia, identidad de clase o etnia y luchas por el reconocimiento, vital para una alternativa política en este tiempo si en verdad se trata de explorar la densidad de las culturas populares en la construcción de una economía basada en los modelos de economía social y solidaria.

Se trata de volver al oikos, a lo común, concebida la economía no como ciencia administrativa de los bienes, sino como organización de la vida productiva, al tiempo que imaginamos la comunicación no como sistema de regulación inconsciente de colonización por el fetichismo de la mercancía sino como espacio de producción de lo común. De lo contrario seguiremos presos de la metáfora moderna del capitalismo, en la máquina del reloj, o, en términos de Benjamin Coriat, del cronómetro. Trascender este marco cognitivo es el que está implícito en el paso del modelo lineal (progreso y crecimiento) al modelo circular de la temporalidad indígena (presente-pasado). La cuestión es cómo construir una praxis y una institucionalidad distinta desde las prácticas en esta dirección.

El presente monográfico trata de contribuir a sentar las bases de este proyecto de transformación histórica procurando abrir el debate, proyectar otro universo categorial y deconstruir una teoría y práctica de la Publicidad de los personajes de Madison Avenue (Mad Men), hombres del tiempo es oro, que, al menos desde CHASQUI, tenemos claro que hay que cuestionar desde nuevos espacios, otras palabras y la inequívoca voluntad de liberar el tiempo de vida como tiempo consumido por el reino de las mercancías en favor de una vida plena, sobria y equilibrada. Esperamos que el lector encuentre en las páginas siguientes elementos para el principio esperanza. No otra cosa cabe esperar del trabajo intelectual aquí y ahora.

NOTAS

1.- J. A. González Martín, Publicidad , en Angel Benito (Dir.) , Diccionario de Ciencias y Técnicas de la Comunicación, Ediciones Paulinas, Madrid, 1991, p.1180.

2.- González Martín, op.cit. , p.1179.

3- Ibíd. , p.1182.

4.- Véase Neil Postman, Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del show business , Ediciones La Tempestad, Barcelona, 1991.

5.- Raúl Eguizábal, «Publicidad y consumo» , en Revista TELOS, número 24, Madrid, 1990, p.24.

6.- Martín, op.cit. , p.1183.

7.- Moishe Postone, Tiempo, trabajo y dominación social. Barcelona: Marcial Pons, 2006, p. 220

8.- González Martín, op. cit. , p.1054.

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