Hipótesis Assange

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En el Manifiesto por una política aceleracionista, Alex Williams y Nick Srnicek, abogan por construir, más allá del neoliberalismo, el horizonte futuro de progreso a partir del colapso y la condición histórica regresiva de nuestra época. Con independencia de las tesis sostenidas por ambos autores, lo cierto es que no sé si conviene releer a Werner Sombart o cuando menos pensar la advertencia de Pannekoek sobre cierto radicalismo pasivo que no augura promesa de futuro posible, ni esperanza, en tiempos de bloqueo como el que vivimos. Por ello, hoy más que nunca, resulta vital socializar la razón, superar las barreras existentes y desplegadas de información y compartir el conocimiento socialmente necesario. Si algo distingue la era de Assange y Snowden de otros tiempos es justamente el dominio de la lógica de la información libre, la información compartida, frente a la Santa Alianza de los cinco ojos y países como Australia o Reino Unido que desarrollan propuestas para sancionar a los periodistas que investiguen o hackean el sistema; por no hablar de Bruselas y la Comisión Europea o el gobierno oligárquico de la Casa Blanca, impasibles a la vulneración de derechos por la vía de hechos consumados. Vean si no el caso Cambridge Analytica, zanjado con una multa de 725 millones a META por las filtraciones de Facebook en 2018. Una sanción ridícula considerando la revelación de datos personales de más de 85 millones de usuarios y que todo queda en casa, en el imperio, donde el trumpismo es un síntoma de una política criminal que encierra y tortura a Julian Assange mientras nos espían y expropian, desde la Bolsa de Nueva York y el muro de Wall Street, la vida y todo futuro. No cabía esperar otra cosa si atendemos a la historia del complejo industrial-militar del Pentágono.

El modelo GAFAM es propio, como dicen en mi pueblo, de goleores, musckrakings, de rastreadores de basura, no sé si propio de reptiles o roedores, por más que nos tilden la internacional publicitaria a quienes defendemos la regulación de “malditos roedores marxistas” (si es así, que sepan que nunca nos atraparán los emuladores a lo Felipe González y el gato Jinks). Y hablando de basura, el algoritmo y el capital van siempre de la mano. En un estudio de 2020 de cuentas de políticos y grupos parlamentarios de izquierda y derecha de España, Alemania, Japón, Reino Unido, Canadá y EE.UU. se constató un mayor alcance y amplificación de los tweets de la derecha. No casualmente, como tampoco es un accidente la colaboración en los golpes de Estado pasados y presentes de las grandes big tech. Así que, con el debido permiso, es hora de tener claro que la red que trina es homófoba, machista, racista y clasista, como la plataforma META y sus tentáculos, la internacional Atlas Network, los colaboracionistas del IBEX 35 hoy en proceso de ignición. El lento declive del sueño californiano es ya un sueño tornado pesadilla. Lo del quiebre de Silicon Valley Bank solo es un anuncio de lo que viene: el colapso tecnológico y financiero. Del Silicon Valley al Silicon Voley, la narrativa californiana que prometía, como la religión, una redención infinitamente postergada, no engaña ya a nadie. El relato high tech protagonizado por pioneros emprendedores en los que consumidores y fuerza de trabajo no alcanzan a ser si no figurantes sin derecho al descanso ni el bocadillo, solo meros saltimbanquis, hace tiempo que no resulta operativo. Y, por el contrario, día a día con la Inteligencia Artificial, empezamos a avizorar que en este orden reinante de la información no ha lugar a los individuos, sino, como irónicamente afirma Gerald Rauning, solo dividuos, unidades moleculares de sujetos-apéndices, un pálido reflejo de ser ciudadano a golpe de marca y monetización de las apariencias, empezando por la llamada cultura de la innovación, la cultura start-up de cortar y pegar, la repetición del código hecho por otros. Así que, visto lo visto, es hora de socializar el conocimiento y la práctica teórica de la cultura digital. En el momento de mayor abstracción del poder técnico del capital y cuanto más intensamente se despliegan los dispositivos de dominio y los factores o formas de extensión de la circulación de la información, la energía y las mercancías, precisamos pensar al revés y proyectar utopías digitales. Tenemos historia. Como relata el libro que presentamos en Sevilla con la FIM, de Ekaitz Cancela (Utopías digitales, Verso Ediciones, Barcelona, 2023), hay numerosas experiencias que nos pueden servir de lecciones para proyectar otro futuro posible: de la Unidad Popular y el gobierno de Salvador Allende a la China digital, de la antigua RDA a la planificación ciberdemocrática, del movimiento de software libre a la política de telecomunicaciones de la India nacionalista, de Williams Morris a Mark Fisher, del Consenso de Washington al Consenso de Pekín. Se trata, en fin, de hacer posible una economía de los bienes comunes de la información y del conocimiento, politizando la revolución digital, desmercantilizando el ecosistema de medios. Es tiempo, en fin, de militar por una batalla de la tolerancia, de expresar la lógica de la protesta con la propuesta, de Voltaire o Togliatti a Julian Assange. Toda una declaración de intenciones. Empezaremos en Chile, la primera semana de junio, tampoco casualmente.

Medios del odio

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En la novela de Umberto Eco, Número Cero, los medios no informan sino que publican las noticias de mañana. La realidad puede superar la ficción.

Dejó escrito el gran Alberto Corazón que, en este tiempo de algarabía, ha habido silencios y también grandes voces que enrarecen los sentidos con un ruido atroz de gestos vacíos. El problema en momentos de crisis sistémica como la que vivimos es que, en lugar de la necesaria reflexión y deliberación pública, cuando no el silencio, se impone el ruido y furor mediático. Particularmente en España proliferan y mantienen la hegemonía informativa los personajes que, con buen tino, Rafael Correa llamaba odiadores, o sufridores profesionales, tipos deleznables cultivadores de la mezquindad que, por oficio, no hacen otra cosa que contribuir a obstaculizar el buen gobierno o, en general, las políticas del buen vivir. Se equivoca el lector si pensara, con una interpretación al uso divulgada entre otros por hispanistas y viajeros descubridores de lo exótico que retrataron escenas pintorescas de nuestra realidad, que estas actitudes altisonantes y de violencia simbólica son propias de la idiosincrasia nacional. Nada más alejado de la realidad. El fascismo patrio, como antaño en Alemania, se cultiva en los medios más que por odio al proletariado y sus representantes, o en virtud de razones ideológicas, por la cartera. Desde siempre, los medios mercantilistas para odiar son del orden de lo que Vázquez Montalbán tildaba como eurocarteristas, sujetos aficionados, en fin, a la cultura del estraperlo que necesitan del ruido como fórmula y de la algarabía como coartada para alimentar la ceremonia de la confusión y proceder, como en el mundo del hampa, a la operación, birlibirloque, de sustracción y dejarnos paralizados y enmudecidos. Pues, en realidad, estos capillitas de misa y sacristía que gustan de la bulla son, pese a las apariencias, de la hermandad del silencio. Representan la vuelta al tiempo gris, en blanco y negro, de novelas como la de Martín Santos. Y cual técnica de la gota malaya alimentan los vientos de guerra, como ATRESMEDIA, dedicando la mitad de sus espacios informativos a armamento, guerra y destrucción (no en Gaza, el Sáhara o la mitad del continente africano, que no interesa) sino sólo focalizado en Ucrania. Una constatación que demuestra que la realidad puede superar la ficción, pues como en la novela Número Cero, de Eco, los medios no informan sino que publican las noticias de mañana y proyectan, no hablan de Ucrania sino que proponen, ucronías ensayos, como el capital financiero, especulativos sobre lo necesario y posible a costa de nuestras vidas. Todo en orden. El capital siempre precisa de su marcha marcial para proseguir con la destrucción creativa. Por ello el discurso del odio es refractario a la deliberación. Antes bien precisa estar amparado por el monopolio de la palabra y la opacidad del algoritmo, de un espacio público privatizado que muta en un espacio manipulado con la consiguiente mediación sesgada del escándalo y la provocación. En este ecosistema informativamente tóxico la retórica hoy es el arte del arrojadizo improperio y la ocurrencia banal sin fondo ni trascendencia, con falta absoluta de creatividad y crítica, ajeno a lo real concreto, opaco al escrutinio público en la ceremonia de la confusión que hoy reviste la comunicación política de lo mismo por obra de sus gacetilleros de tertulia de bar y barrena.

En definitiva, los medios de distorsión masiva no nombran lo que deben y los que nombramos lo necesario y lo real o somos silenciados en el margen del espectro comunicacional o directamente perseguidos (lawfare). Pues hemos llegado al punto en el que el comando electrónico y el arte y técnica de escenificación de la fe sin escrutinio, solo la pura inventiva, solo se sostiene, como ilustrara Chomsky, con correctivos a los disidentes. También en las redes, donde el fenómeno se amplifica exponencialmente. El ocultismo del algoritmo encubre maniobras orquestales en la oscuridad que amenazan a diario la democracia. Más allá de Cambridge Analytica, los GAFAM, empresas como META o Google son colaboradores necesarios de los golpes en Brasil o actualmente en Perú. Y cuando poderes públicos como la Comisión Europea tratan de regular para evitar abusos contra las libertades públicas los lobbys como DOT Europe movilizan a los influencers y opinadores de la nada para advertir que restringir las campañas de publicidad política es ir contra la libertad de expresión. Nada nuevo bajo el sol. Todo intento de política democrática en información y comunicación siempre ha tenido en contra los gremios profesionales y otras ONGs subvencionadas por los profesionales de la ucronía como Georges Soros, y seguimos en ese marco, bloqueados por movilizaciones propiciadas por la misma agencia que ha de ser regulada por transparencia y garantías democráticas negando realidades ya contrastadas como el estudio publicado en Science (2018) que demostraba que las informaciones falsas en redes se difunden más rápido y llegan a más gente que los verdaderos, dispuestos y acostumbrados como estamos a ser seducidos por el fetichismo de la imagen y la mercancía. Tras el Brexit convendría tomar buena nota de lo que la nueva tecnopolítica representa como dominio de la tecnocracia por vía de la guerra psicológica como guerra de clases por todos los medios posibles, una forma de dominación que abunda en el espectáculo y la sentimentalidad de esclavos con la ayuda de un ejército de distorsionadores necesarios de la expropiación. Así que, visto lo visto, y oído lo oído, toca hacer propósito de enmienda. Frente a la velocidad de escape de unos medios descontrolados, toca mediar, jugar con las distancias, enlentecer derivas, aplicar la virtud republicana de la pa/ciencia, desplegar la crítica y construir futuros deseables interviniendo con inteligencia una realidad minada y cercada contra la multitud. Ser en suma más sabios y acumular resistencias. Sumar, cultivar el temple y la inteligencia colectiva conectando espacios, voces que tejen banderas con el principio esperanza, desde la fraternidad. Pues, como sabemos, sólo el amor puede vencer al odio. La historia así lo demuestra.

Amigos peligrosos

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Agrega y vencerás, dispersa y divide y lograrás imponerte. El arte de la guerra, probablemente, es uno de los libros más vendidos en Amazon y estamos convencidos de que es el texto de cabecera de los GAFAM –el acrónimo que se refiere a las cinco grandes empresas tecnológicas estadounidenses: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft– a juzgar por cómo anda la industria periodística en Europa.

La extensión del servicio Google News Showcase en nuestro espacio comunicacional da cuenta de un proyecto, el comunitario, claramente a la deriva, para el que no han faltado los colaboracionistas empeñados en asumir una posición de subalternidad.

Es el caso de grupos regionales de prensa, como Joly, prestos a facilitar el proyecto de dominio americano del flujo y circulación de información. Un error que nos puede costar caro, como la guerra de Ucrania, pues el principio de selección, la opacidad del algoritmo, no es solo un problema de transparencia. Ni siquiera de equilibrio en la estructura de comando informacional.

Estamos, básicamente, ante un dilema económico y político, una decisión que no solo perjudica nuestra industria sino que favorece la lógica concentracionista con la que marginar a medios incómodos, además de convertir las cabeceras europeas en meras franquicias para el agregador. Una suerte de maquilas de la información.

Pero estas razones no han pesado mucho en la decisión final. Tanto la Asociación de Medios de Información (AMI), con Vocento y Unidad Editorial a la cabeza, favorable a una negociación colectiva de derechos, vía CEDRO, como el Club Abierto de Editores (CLABE), hace tiempo que se han rendido al imperio Google.

La división, como consecuencia, entre los editores europeos se va a traducir en la dependencia informativa de España y la UE del coloso americano. La historia se repite, pues, como farsa, antaño con CNN + y hoy con la prensa digital.

En la historia de la comunicación conocemos bien este tipo de maniobras y el resultado final, con las nefastas consecuencias que sufrimos a diario, ya sea en la primera Guerra del Golfo Pérsico o, actualmente, en la guerra de Ucrania.

Hace unos días celebramos los Goya en Sevilla y deberíamos pensar si, de verdad, valoramos nuestro cine, si realmente la Comisión Europea apuesta por la autonomía cultural y la soberanía tecnológica cuando, año tras año, nuestra industria, pese a la Política Audiovisual o el programa Media que hace posible que cine andaluz como Módulo 77 se vea en las pantallas, va perdiendo cuota de pantalla y posiciones ante el arrollador dominio del oligopolio estadounidense.

Ya no están con nosotros los Bertolucci y Godard que inspiraron a las autoridades comunitarias la iniciativa de una política pública para intervenir el mercado audiovisual. Y los retrocesos de la política de comunicación de Bruselas son más que notorios en las dos últimas décadas, mutando de la Directiva sin Fronteras a un brindis al sol contrario a materializar cualquier cambio –por leve que sea– de la estructura de dependencia a la que estamos sometidos.

Resulta, por lo mismo, cuando menos triste observar un panorama desolador en el que empresas como el Grupo Joly y el aragonés Henneo van a pasar a la historia como el caballo de Troya que contribuyó al aterrizaje del imperio de Silicon Valley en nuestro espacio comunicacional. Más que nada porque la operación nos va a salir cara a todos.

Pero la Comisión Europea no ha aprendido la lección. Al imperio Google no se le para con sanciones de 500 millones de euros como en Francia, sino con medidas que avancen en nuestra autonomía. El nuevo Estatuto de Andalucía abunda en esta demanda, pensando en medios y mediaciones propias, de proximidad, pero más de una década después nos siguen contando nuestra realidad desde Madrid o Barcelona cuando no desde Los Ángeles.

Mucho nos tememos que, como en tiempos de falta de cobertura de la radiotelevisión en mi pueblo de Gobernador –la «zona de sombra» en jerga de ingenieros–, termine siendo hoy un tiempo de silencio, un apagón informativo o de tinieblas, un tiempo, en fin, marcado por el imperio Google y el algoritarismo como nueva forma tecnofeudal de restauración conservadora.

Y mira que la Unión Europea (UE) debiera haber escarmentado tras el Brexit, inmerso como está en un proceso de descomposición penoso. Pero parece que prevalece en los eurócratas la pulsión de muerte y la confianza en los enterradores y lobbys rentistas, como la Asociación de Medios de Información (AMI), una entidad tan poco fiable como OK Diario o la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), frente patronal del matonismo que amenaza la libertad de expresión, confundida con la libertad de empresa.

Estos días, por cierto, desde la SIP volvían a reclamar ayudas del Estado. Lo paradójico es que, en su última campaña, afirman su voluntad de servicio público y compromiso con el periodismo y empiezan, he ahí la praxis, por despedir a personal o no contratar periodistas, pues consideran, bien lo sabe el editor de este medio en su calidad de decano del Colegio de Periodistas de Andalucía, que la libertad de prensa pasa por su real voluntad empresarial de libre contratación, estén o no titulados quienes han de ejercer tan noble profesión.

Lógica posición cuando, para ellos, la noticia es solo un señuelo, un «reclamo», como dijo el primer estudioso de la prensa en Europa, que definió un periódico como un aviso publicitario rellenado con información para atraer audiencia.

Es normal que pongan el grito en el cielo cuando hay que regular la publicidad (pese a la lacra de la ludopatía, por ejemplo) o cuando los «roedores marxistas», como nos tildaban en Bruselas, proponemos una ley de publicidad institucional más transparente y ecuánime, evitando la lógica del fondo de reptiles en pleno siglo XXI, ya sea en la Comunidad de Madrid, con la liberticida Ayuso y sus arietes mediáticos a lo Inda, o en la Junta de Andalucía, cuyo Gobierno tiene bien cubiertas las espaldas con el dinero de todos, regando regularmente los medios y los estómagos agradecidos.

En otras palabras, visto lo visto, conviene tomar muy en cuenta lo que está en juego con la agregación de diarios en la red en un contexto de eliminación sistemática de voces críticas. Y no hablamos solo de su eliminación simbólica en la guerra cultural de cero muertos.

En su trabajo Matar a un periodista. El peligroso oficio de informar (Los Libros del Lince, Barcelona, 2010), Terry Gould ya advertía que más del 90 por ciento de los más de mil periodistas asesinados desde 1992 eran periodistas locales y, prácticamente la totalidad de los instigadores –en torno al 95 por ciento– ha evitado la cárcel.

Estamos, en fin, a merced de sociópatas que encarcelan o torturan a Julian Assange, que liquidan toda veleidad informativa en Colombia o procuran capturar toda voz en las cadenas, valga la ambivalencia de la expresión, hegemónicas, tal y como sucede en los propios Estados Unidos, más dados a comprar voluntades, por su origen esclavista, en modo monocultivo de la información gracias a las plantaciones de Silicon Valley.

Para tal labor cuentan con un ejército de predicadores, intelectuales orgánicos del capital, como Mario Vargas Llosa, que no paran de recordarnos que para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios deben dar noticias y espectáculos –supongo que ello incluye también la vida de su pichula con Isabelita–; que necesitamos, dice, informaciones con color, con humor y atractivo suficiente para atraer el público, aunque sea mediante la ficción, como en la defensa de la democracia ahora que Pedro Castillo fue preso y el instinto plebeyo se manifiesta en Perú en demanda de derechos fundamentales. Todo en orden, en fin.

Los próceres de El País siempre a lo suyo, defendiendo la Ley Audiovisual como una norma para liberar las parrillas, lo que no es sino una contrarreforma y desregulación en menoscabo del derecho a la comunicación y en favor del duopolio, los anunciantes y los operadores transnacionales del capitalismo de plataformas.

Lo mismo de siempre: la flexiseguridad como garantía del capital contra lo común por medio de la autorregulación de lo que no es suyo, sino de todos, pero que nos venden sin gracia, y con todo lujo de detalles, mostrando el mundo al revés: los intereses creados como universales y los derechos comunes a la comunicación para todos como intereses especiales. No sé si es apropiado llamarles «casta», pero peligrosos AMI(gos) de la democracia sí que son.