La política andaluza de comunicación

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La evolución de Andalucía en materia de comunicación ni es imparable, como rezaba la campaña de la Junta, ni progresa adecuadamente, como la educación. La imagen apropiada para describir el estado de la nación es la del tiovivo. Y no es este un juicio apresurado, sino la constatación del sentido de las medidas del nuevo gobierno, obcecado en liquidar toda forma de autonomía cultural. De hecho, hay profesionales de Canal Sur que viven el supuesto cambio regenerador como el pálido reflejo de lo ya vivido. Y no tanto por la competencia de quienes han de pilotar la nueva legislatura como por la constatación que la promesa de mejoras es hoy la reedición de lo mismo, una suerte de déjà vu, actualizada en forma de farsa. Apenas variaciones superficiales en la programación, decisiones cosméticas de gestión del personal y nulas transformaciones estructurales en la definición de la política pública, como ya anticipara en estas mismas páginas Francisco Andrés Gallardo. De hecho, pareciera prevalecer la idea de que la mejor política de comunicación es la que no existe. El problema es que ello se traduce en una mayor dependencia cultural. La ausencia de voluntad política, en fin, afecta sobremanera a nuestra región. Por ello cabe reconocer en esta posición inmovilista una quiebra de nuestra autonomía. Al margen de los principios fijados por el nuevo Estatuto, el Gobierno de la Junta ha renunciado a toda voluntad real de cambio. No se han acometido los retos fundamentales de la RTVA en la era Netflix, la financiación no garantiza el cumplimiento de los fines que le son propios, la modificación de la composición de órganos vitales de la política pública no han significado más que la reducción de gasto público sin proyectar una nueva visión estratégica ni definir programas de colaboración de instituciones como la Fundación Audiovisual o la Cineteca con iniciativas como la Comisión Fílmica y otros agentes del sector, mientras el tejido productivo continúa a expensas de los vaivenes aleatorios del mercado. La designación por otra parte de algunos representantes, claramente sin la idoneidad necesaria, tanto en el Consejo Audiovisual como en RTVA han impedido el necesario debate sobre las funciones de ambos órganos y el papel de las políticas autonómicas en medio de una creciente debilidad por la crisis tanto de las productoras de contenidos como de los medios tradicionales, enfrentados a una bajada de ingresos y cierta desafección de las audiencias, por no mencionar las diatribas de responsables del nuevo gobierno contra sindicatos y trabajadores de Canal Sur que poco o nada pueden contribuir a la motivación de una plantilla que viene padeciendo una larga parálisis institucional fruto de la dilación impuesta por el gobierno de Susana Díaz. Mientras tanto, asistimos perplejos a la insistencia en los índices de audiencia, como si todo el problema de comunicación en Andalucía pase por mejorar resultados, cuando es conocido que el verdadero reto de las televisiones autonómicas es definir un nuevo modelo de servicio público renovando, para afrontar la cuarta revolución industrial, equipos y procesos de organización en un ecosistema cultural que requiere nuevas respuestas y, desde luego, otras preguntas y objetivos institucionales. En otras palabras, es preciso salir del círculo vicioso de la política realista a corto plazo para contribuir a un nuevo escenario acorde con las necesidades tanto del sector como de la ciudadanía. Definir una política industrial activa, mejorar la articulación con las políticas de educación y cultura, generar semilleros y cuencas de cooperación, avanzar estrategias integrales en materia de modernización de la economía digital y, sobre todo, liderar desde el sector público tecnopolos que promuevan el empleo y formación en sectores estratégicos como el videojuego, la animación y el desarrollo de servicios y aplicaciones avanzadas de los dispositivos móviles.

En este empeño, no todo está perdido. En tiempos de involución, y ante un escenario francamente adverso, hemos logrado sumar voluntades y crear, entre tres universidades públicas, el Instituto Andaluz de Investigación en Comunicación y Cultura, una herramienta para generar conocimiento de vanguardia, saber aplicado para las industrias culturales con la que confiamos poder contribuir a cambiar el curso de una comunidad que no puede apostar todo a la dependencia de la construcción y el turismo. Tenemos conocimiento, cultura y talento. Pero faltan políticas públicas activas. Sabemos que el campo de la comunicación es central en la nueva era digital: y no solo para reconocernos y proyectar otra imagen de Andalucía, sino para desarrollar la llamada economía creativa, la industria de la comunicación y la cultura locales. Sin ella, no es posible la autonomía, ni el desarrollo social de la región.

Proceso constituyente y autonomía comunicacional. Agenda para la Acción en Andalucía.

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No hay Autonomía posible sin la institución de lo imaginario, sin explorar, como sugiere Castoriadis, la organización y praxis de lo social como ruptura con el relato del acontecer que lo haga posible. Es común sin embargo que toda referencia a la autonomía local se plantee, por lo general, en términos de descentralización territorial, en el plano físico, y no como un proceso de autodeterminación, en el plano simbólico. Hablar hoy no obstante de Proceso Constituyente y de Andalucía pasa, a nuestro juicio, por explorar y definir, prioritariamente, el imaginario del cambio en el plano comunicológico y cultural, en el campo simbólico de construcción de un país para las gentes que habitan y sufren la mayor precariedad y desigualdad del Estado español. El marco de partida, en este punto, es francamente adverso por décadas de omisión de las fuerzas transformadoras, así como el contexto estructural de la economía-mundo que condiciona los márgenes de intervención a este nivel. En palabras de Arriola, “al mantener la peculiar cultura política del franquismo en la gestión del nuevo capitalismo español, la modernización de este no es completa: la acumulación de capital no se determina a partir de la compulsión de las fuerzas de mercado, sino en un conjunto de actividades que se reproducen gracias a la protección del estado, la realización de beneficios privados con el presupuesto público y la generación de grandes empresas fruto de privatizaciones y no del proceso de centralización del capital; se protegen frente a las fuerzas de la competencia – que arrasa con gran parte del tejido industrial en los años de la apertura al mercado común. Este bloque dominante instituye un peculiar régimen político-social basado en la articulación de los grandes sectores empresariales beneficiados por el pacto de la transición (banca, constructoras, energía, gran distribución,  . . . ) y la clase política, que se traduce en un método de financiación opaco de los partidos, y un sistema de cooptación de cuadros políticos hacia los consejos de administración (y también en sentido contrario (…) que garantiza un enriquecimiento personal que justifica la permanente adhesión al régimen y facilita un flujo regular en la cooptación de cuadros intelectuales desde el espacio de oposición en un proceso de transformación molecular” (Arriola, 2017: 10).

Ahora bien, en la actualidad, asistimos, con la crisis del régimen,a la configuración de un nuevo escenario atravesado por la centralidad de la cultura en las estrategias de desarrollo local y regional a tenor de la intensiva internacionalización y mercantilización de las industrias culturales, que, necesariamente, han experimentado un crecimiento exponencial. Esta situación nos enfrenta a la necesidad de reformular las acciones políticas que tradicionalmente venían mediando las complejas relaciones establecidas en el mundo contemporáneo entre cultura, economía y democracia.Los principales debates en los organismos internacionales de regulación (UNESCO, OMC, UIT, etc.) se desarrollan de hecho a partir del desacuerdo acerca del estatus de la cultura como bien público o como servicio sujeto a los principios mercantiles. La tendencia general apunta hacia una progresiva retirada de los actores públicos que reducen sus funciones a la de simples gestores del patrimonio, cuya capacidad de intervención sucumbe ante la vertiginosa integración y concentración, sobre todo cruzada, de las industrias culturales. Es en este contexto donde toma sentido la reivindicación del papel activo de las administraciones públicas a la hora de actuar sobre el ámbito de la comunicación y la cultura enfrentándose a la deriva actual de primar lo comercial a lo creativo, lo rentable a lo innovador en una apuesta por alternativas democráticas frente a los cercamientos que se extienden sobre las culturas locales.

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