No sé por qué, pero el relato apocalíptico de las pandemias o las guerras me evoca siempre las figuras clásicas de Drácula, los zombis y monstruos de nuestra modernidad, temerosa de la cultura del miedo, y he aquí que mis alumnos me insisten en ver Parásitos. Uno que, por educación, es obediente y disciplinado, cumple con la misión y queda perplejo con tanta alharaca y alabanza hacia una cinta que evoca más que lo que promete provocar. Debe ser que uno es más de Buñuel y Ripstein que del universo coreano. Vaya por delante que es indiscutible que el film de Bong Joon-ho pone en evidencia no solo la desigualdad, sino también las endebles bases del milagro económico del tigre asiático, tan venerado por neoliberales a lo Samsung para justificar la inadecuación de la teoría de la dependencia en la nueva etapa de desarrollo del capitalismo. Ahora, sorprende que la crítica cinematográfica se asombre por el éxito del film tanto como del impacto de El Juego del Calamar. Cualquier analista atento de la realidad, o un profesor simplemente observador de las tendencias estéticas y de consumo cultural de los estudiantes universitarios, sabe que Corea del Sur es hoy una potencia, desde hace más de dos décadas, diríamos, no solo en la animación sino en videojuegos, el cine, el audiovisual y el rock o la industria musical, además de la tecnología. Observar atentamente lo que proyecta en el imaginario este país y sus creadores es comprender a la nueva generación que se abre paso en España, pero también explorar nuevos recursos narrativos para contar noticias como la de los comisionistas de Madrid, trasuntos de la peor calaña de una oligarquía lampante cuya única religión siempre fue el estraperlo. Estos parásitos, como los del film, nos enseñan el funcionamiento de un mundo al revés que impone las lógicas del arribismo y el desclasamiento tanto como la porosidad de las fronteras, y los espacios invisibles y contradictorios de los cinturones metropolitanos de las grandes ciudades que se replican a lo largo y ancho del planeta con formas y modalidades diversas. La inteligencia y adaptación creativa, los marcadores ideológicos, los cuerpos y atmósferas, la mierda que siempre emerge (recuerdo aquí una novela del bueno de Armando Silva que he de leer), la corriente de la vida que no cesa, insubordinada, ante la catástrofe y la pura contingencia son, en la película, realidades conocidas que apenas se muestran y que, en modo alguno, siguiendo a Brecht, educan. Pero sí que dan cuenta de una realidad que El buen patrón, para nuestro caso, nos enseña, retomando la tradición de La escopeta nacional o Todos a la cárcel. Solo al menos por eso, conviene reconocer que, sin ser potencia como Corea del Sur, nuestra industria cuenta con referentes como Fernando León de Aranoa, conscientes que es tiempo de vindicar la escuela popular de la sabiduría y de la figura del intelectual como profesional de la esperanza, no serializada, que intenta pensar y hacer pensar, siguiendo la estela de Juan de Mairena. He ahí donde se juega la República y el porvenir de España. Esta es la guillotina que temen los parásitos que se alimentan de las ubres del sistema. Y la principal vacuna contra la pandemia del miserabilismo y los colaboracionistas. No es poca cosa, créanme.
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El ojo del culo de Quevedo
La posverdad no es, como dice Timothy Snyder, el anticipo del fascismo, más bien el capitalismo es el huevo de la serpiente, y la posverdad una excrecencia o manifestación extrema del mundo al revés, el síntoma del fetichismo de la mercancía que inicia con el periodismo de referencia y termina con la lectura a lo TRUMP y ABASCAL, personajes de esta tragicomedia que, a todos los efectos, tienen por teología seguir la estela de la escatología política. El supremacismo blanco no es, en fin, otra cosa que el proceso de inversión de lo real, el dominio del capital por el que, en este reino que habitamos, prevalece la desigualdad, la falta de libertades y la baja calidad democrática. Ya lo ha advertido, con clarividencia, Javier Pérez Royo, a quien los profesores de Derecho homenajearon en un volumen, de lectura obligatoria, presentado el pasado mes por el Ateneo Republicano de Andalucía con motivo de la Feria del Libro de Sevilla. En su intervención, como en las columnas que escribe habitualmente, fue muy claro a este respecto. Cabe describir la historia moderna de España como la crisis permanente que no cesa de repetirse como farsa por el problema de la monarquía, un tapón que contiene las fugas a borbotones del propio sistema constitucional ante los reiterados incumplimientos, siempre postergados, de derechos fundamentales de la ciudadanía. Las consecuencias de esta lógica fallida es, como sabemos, la restauración conservadora que termina por derivar en colapso o cierre en falso de la crisis de régimen, anclándonos en el atraso e inmovilismo sociopolítico prácticamente desde Fernando VII. Vamos, por resumir, que lo de los Borbones es la polla, que dirían mis paisanos granainos. Cara al culo, la monarquía borbónica ha demostrado que es una porquería. No porque lo diga Evaristo, de La Polla Records, sino por la historia que representan en este país, una Casa Real, fuera de la realidad, henchidos de mierda, y jugando a la democracia cuando una y otra vez no han hecho sino socavar toda posibilidad de monarquía parlamentaria. Vamos que la República no se impone en nuestro país por convicción y pedagogía democrática, sino por la insoportable podredumbre de una dinastía corrupta, inepta, cleptómana y dada a cualquier cosa menos a trabajar por el bien común. Lo peor es que sabemos desde los ochenta el grado de putrefacción que ocultaba el cerco mediático, y mira que estudiamos la historia antecedente de latrocinio y traición a la patria de la casa real, cuya norma de comportamiento es convertir realmente el país en un verdadero lupanar. Ahora, el problema no es que la monarquía sea la polla, sino que nos toman y siguen considerando apollardaos. No lo puedo decir más finamente porque el análisis, a fuerza de afinado, indigna cuando vemos que nos están dejando finos filipinos: vulgares siervos de una colonia que hiede a estercolero. Se impone lo escatológico en esta querencia borbónica por la coprofilia. Así que, atorados como estamos entre el alma y la era del vil metal, que diría el maestro Juan Carlos Rodríguez, es recomendable volver a leer a Quevedo y conocer las “Gracias y desgracias del ojo del culo” (1628) reeditado por Pepitas de Calabaza, o mejor en la edición del bueno de Padilla, por ser el culo, en palabras de José Luis Cuerda, el mejor faro, catalejo y visor con el que radiografiar esta España nuestra en la que nos gasean con ventosidades desde los medios y el Tribunal de Orden Público. No sé si seremos capaces algún día de hacer un juicio como el de Nuremberg contra los macarras de la moral, pero al menos no perdamos el humor y actualicemos nuestra capacidad satírica para mostrar lo que nos quieren ocultar en esta política del engaño de los amantes de lo escatológico en cuerpos ajenos, aquellos que viven en la azotea de nuestro maltrecho edificio institucional y tratan de persuadirnos que llueve para todos y es bueno, aunque sea lluvia dorada de una corona inservible, salvo para vicios privados. Nunca hubo virtud pública alguna en la dinastía. ¿Dejaremos de persistir en un imposible constitucional?. ¿ Conquistaremos por fin nuestros plenos derechos ciudadanos en forma de poder constituyente?. Estoy seguro que sí, espero que no demasiado tarde.