Política florentina

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En España no domina la política florentina sino la de Florentino, una cultura política obscena, muy del universo del estraperlo, submundo del que proceden nuestros grandes prohombres de la patria, hechos a sí mismos de los despojos del esclavismo y el genocidio de Paquita la Culona.

Hablamos de personajes dickensianos, feudales, con puro en la mano, y olor a lejía o Barón Dandy, una escenografía cuyo hedor y toxicidad hace cada día más irrespirable el entorno, incluso imposible el disfrute del opio de las masas de un deporte tan popular y maravilloso como es el fútbol.

Los recientes escándalos sobre compra de arbitrajes por el Fútbol Club Barcelona inaugura un capítulo más en la serie de terror protagonizada por el cucañista Pérez en sus sueños imperiales de la Superliga, una suerte de trasunto del absolutismo monárquico con el proscenio del régimen del 78 de por medio.

Así las cosas, da grima pensar en lo que el fútbol se ha convertido como espectáculo de masas, alimentado por los juegos de barrio en campos de tierra, en clubes de amigos y espacios de fraternidad, ahora que solo quedan restos del naufragio en manos del capital y de los mercaderes de las ilusiones vanas que, por querer, no quieren ni jugar, salvo al Monopoly.

A nadie hasta ahora se le ha ocurrido, por cierto, un juego de mesa similar con los clubes de la Liga y los cromos, tipo ficha policial, en el que además de los jugadores aparezcan los presidentes de club y otros interlocutores del presidente del Madrid, como los del monarca huido, los jeques autócratas, los oligarcas rusos (antaño muy apreciados por el camaleónico crupier de la bolsa y la construcción) y otra ralea que vive por encima de nuestras posibilidades urbi et orbi. Sería un éxito en el mercado.

Ahora que todo se compra y se vende, hasta la maternidad, no está de más poner al día los entretenimientos del personal. Es el espíritu de nuestro tiempo, más aún en un país en manos de Producciones Hijos de Puta, como el divertido sketch que hizo célebre el gran Peter Capusotto. Véanlo, para entender el camelo que nos proyectan en la Smartv.

Aquí no tenemos humoristas tan finos políticamente hablando y, los que hemos tenido, han sido perseguidos hasta la extenuación. Bien lo sabía el gran Gila. Pero bueno, no nos dispersemos. Veníamos aquí a hablar de Florentino y de la televisión que sufrimos, como El Chiringuito de Jugones (título premonitorio de los que nos venden la moto).

Y en tiempo de la polémica con el Barça, nos parece que conviene advertir a los lectores de un aviso para navegantes: las corruptelas del fútbol, empezando por su opacidad fiscal y la especulación de los derechos de imagen, es la misma que echamos en falta como norma de debida transparencia en la publicidad institucional, de la que se benefician los medios del duopolio y los chiringuitos de la Iglesia catódica, además de otros tenderetes mediáticos de la extrema derecha, herederos del atado y bien atado.

De ello poco o nada se habla en la prensa deportiva, siempre surfeando por la actualidad y la estéril polémica sin sentido, mientras pasan las cosas de verdad importantes. Por ejemplo, la pérdida de más de 2.000 millones de los clubes de Money League, según la consultora Deloitte, y la crisis estructural de la mayoría de los equipos de Segunda y Primera en nuestro país, lo que da cuenta de una tendencia que cambiará este deporte-espectáculo, esperemos que para volver a lo que fueron los clubes: asociaciones deportivas y no sociedades anónimas.

Si lo que importan son los colores del equipo de nuestros amores, sobra el verde dólar y los traficantes de sueños; están de más los usureros de la pasión y los portamaletines del Santiago Bernabéu. No necesitamos los monaguillos de tertulia y misa diaria, ni los macarras de la moral.

Sobran los García Ferreras y la santa compaña, que es la alianza de la inquisición del capital, cuando tanto precisamos de pasiones alegres, tardes de transistor y tertulias tabernarias sobre el partido del domingo, hoy diario. Nos sobra, en fin, lo que hay cuando falta lo que quiere la gente común: básicamente, que no la engañen, jugar y vivir. Y que nos dejen en paz. Justo lo contrario a lo que hoy es noticia a voz en grito en espacios como los de Pedrerol.

En la cultura del chiringuito, la conexión Villarejo con Ana Rosa Quintana es nuestra final de la democracia diaria, nuestro Partido de las Estrellas que, al contrario que la Champions, nunca lo veremos en los canales en vivo y en directo, porque siempre es en diferido.

Cosas de nuestra política de baja intensidad, muy proclive al modo barroco de la teatrocracia en el que el exhibicionismo y el espectáculo –del palco del Santiago Bernabéu a la Sexta– en el fondo no es otra cosa que el reinado del discurso cínico y la ausencia de la crítica postpolítica, esto es, la falta de la mediación, la ausencia de distancia y reflexividad y, en definitiva, la privatización del dominio público y el imperio de la violencia simbólica, incluido el linchamiento mediático contra dirigentes de Unidas Podemos o las campañas en redes de perfiles anónimos a fin de fomentar la agresividad y el amedrentamiento de quienes representan una amenaza al orden impuesto desde el confort impune de los amos de la información, con el señor Pérez a la cabeza, que asiste complaciente, desde el Olimpo, a los avatares del destino que ha prefigurado para los mortales.

Pobre aspirante tonto a Luis XVI. No sabe que la revolución nunca se ve venir desde Versalles, ni por televisión, y rara vez se logra avizorar. No sabemos dónde y cuándo tendrá lugar, pero con seguridad será en abierto, sin pago por visión, porque existe el porn riot y la pornografía de los disturbios. Y las multitudes enfurecidas ya se ha extendido, de París a Madrid, esperamos que en clave verde esperanza. Porque ya de los grises de los palcos y del estraperlo tenemos empacho hace años.

Parásitos

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No sé por qué, pero el relato apocalíptico de las pandemias o las guerras me evoca siempre las figuras clásicas de Drácula, los zombis y monstruos de nuestra modernidad, temerosa de la cultura del miedo, y he aquí que mis alumnos me insisten en ver Parásitos. Uno que, por educación, es obediente y disciplinado, cumple con la misión y queda perplejo con tanta alharaca y alabanza hacia una cinta que evoca más que lo que promete provocar. Debe ser que uno es más de Buñuel y Ripstein que del universo coreano. Vaya por delante que es indiscutible que el film de Bong Joon-ho pone en evidencia no solo la desigualdad, sino también las endebles bases del milagro económico del tigre asiático, tan venerado por neoliberales a lo Samsung para justificar la inadecuación de la teoría de la dependencia en la nueva etapa de desarrollo del capitalismo. Ahora, sorprende que la crítica cinematográfica se asombre por el éxito del film tanto como del impacto de El Juego del Calamar. Cualquier analista atento de la realidad, o un profesor simplemente observador de las tendencias estéticas y de consumo cultural de los estudiantes universitarios, sabe que Corea del Sur es hoy una potencia, desde hace más de dos décadas, diríamos, no solo en la animación sino en videojuegos, el cine, el audiovisual y el rock o la industria musical, además de la tecnología. Observar atentamente lo que proyecta en el imaginario este país y sus creadores es comprender a la nueva generación que se abre paso en España, pero también explorar nuevos recursos narrativos para contar noticias como la de los comisionistas de Madrid, trasuntos de la peor calaña de una oligarquía lampante cuya única religión siempre fue el estraperlo. Estos parásitos, como los del film, nos enseñan el funcionamiento de un mundo al revés que impone las lógicas del arribismo y el desclasamiento tanto como la porosidad de las fronteras, y los espacios invisibles y contradictorios de los cinturones metropolitanos de las grandes ciudades que se replican a lo largo y ancho del planeta con formas y modalidades diversas. La inteligencia y adaptación creativa, los marcadores ideológicos, los cuerpos y atmósferas, la mierda que siempre emerge (recuerdo aquí una novela del bueno de Armando Silva que he de leer), la corriente de la vida que no cesa, insubordinada, ante la catástrofe y la pura contingencia son, en la película, realidades conocidas que apenas se muestran y que, en modo alguno, siguiendo a Brecht, educan. Pero sí que dan cuenta de una realidad que El buen patrón, para nuestro caso, nos enseña, retomando la tradición de La escopeta nacional o Todos a la cárcel. Solo al menos por eso, conviene reconocer que, sin ser potencia como Corea del Sur, nuestra industria cuenta con referentes como Fernando León de Aranoa, conscientes que es tiempo de vindicar la escuela popular de la sabiduría y de la figura del intelectual como profesional de la esperanza, no serializada, que intenta pensar y hacer pensar, siguiendo la estela de Juan de Mairena. He ahí donde se juega la República y el porvenir de España. Esta es la guillotina que temen los parásitos que se alimentan de las ubres del sistema. Y la principal vacuna contra la pandemia del miserabilismo y los colaboracionistas. No es poca cosa, créanme.

El ojo del culo de Quevedo

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La posverdad no es, como dice Timothy Snyder, el anticipo del fascismo, más bien el capitalismo es el huevo de la serpiente, y la posverdad una excrecencia o manifestación extrema del mundo al revés, el síntoma del fetichismo de la mercancía que inicia con el periodismo de referencia y termina con la lectura a lo TRUMP y ABASCAL, personajes de esta tragicomedia que, a todos los efectos, tienen por teología seguir la estela de la escatología política. El supremacismo blanco no es, en fin, otra cosa que el proceso de inversión de lo real, el dominio del capital por el que, en este reino que habitamos, prevalece la desigualdad, la falta de libertades y la baja calidad democrática. Ya lo ha advertido, con clarividencia, Javier Pérez Royo, a quien los profesores de Derecho homenajearon en un volumen, de lectura obligatoria, presentado el pasado mes por el Ateneo Republicano de Andalucía con motivo de la Feria del Libro de Sevilla. En su intervención, como en las columnas que escribe habitualmente, fue muy claro a este respecto. Cabe describir la historia moderna de España como la crisis permanente que no cesa de repetirse como farsa por el problema de la monarquía, un tapón que contiene las fugas a borbotones del propio sistema constitucional ante los reiterados incumplimientos, siempre postergados, de derechos fundamentales de la ciudadanía. Las consecuencias de esta lógica fallida es, como sabemos, la restauración conservadora que termina por derivar en colapso o cierre en falso de la crisis de régimen, anclándonos en el atraso e inmovilismo sociopolítico prácticamente desde Fernando VII. Vamos, por resumir, que lo de los Borbones es la polla, que dirían mis paisanos granainos. Cara al culo, la monarquía borbónica ha demostrado que es una porquería. No porque lo diga Evaristo, de La Polla Records, sino por la historia que representan en este país, una Casa Real, fuera de la realidad, henchidos de mierda, y jugando a la democracia cuando una y otra vez no han hecho sino socavar toda posibilidad de monarquía parlamentaria. Vamos que la República no se impone en nuestro país por convicción y pedagogía democrática, sino por la insoportable podredumbre de una dinastía corrupta, inepta, cleptómana y dada a cualquier cosa menos a trabajar por el bien común. Lo peor es que sabemos desde los ochenta el grado de putrefacción que ocultaba el cerco mediático, y mira que estudiamos la historia antecedente de latrocinio y traición a la patria de la casa real, cuya norma de comportamiento es convertir realmente el país en un verdadero lupanar. Ahora, el problema no es que la monarquía sea la polla, sino que nos toman y siguen considerando apollardaos. No lo puedo decir más finamente porque el análisis, a fuerza de afinado, indigna cuando vemos que nos están dejando finos filipinos: vulgares siervos de una colonia que hiede a estercolero. Se impone lo escatológico en esta querencia borbónica por la coprofilia. Así que, atorados como estamos entre el alma y la era del vil metal, que diría el maestro Juan Carlos Rodríguez, es recomendable volver a leer a Quevedo y conocer las “Gracias y desgracias del ojo del culo” (1628) reeditado por Pepitas de Calabaza, o mejor en la edición del bueno de Padilla, por ser el culo, en palabras de José Luis Cuerda, el mejor faro, catalejo y visor con el que radiografiar esta España nuestra en la que nos gasean con ventosidades desde los medios y el Tribunal de Orden Público. No sé si seremos capaces algún día de hacer un juicio como el de Nuremberg contra los macarras de la moral, pero al menos no perdamos el humor y actualicemos nuestra capacidad satírica para mostrar lo que nos quieren ocultar en esta política del engaño de los amantes de lo escatológico en cuerpos ajenos, aquellos que viven en la azotea de nuestro maltrecho edificio institucional y tratan de persuadirnos que llueve para todos y es bueno, aunque sea lluvia dorada de una corona inservible, salvo para vicios privados. Nunca hubo virtud pública alguna en la dinastía. ¿Dejaremos de persistir en un imposible constitucional?. ¿ Conquistaremos por fin nuestros plenos derechos ciudadanos en forma de poder constituyente?. Estoy seguro que sí, espero que no demasiado tarde.