RTVA: de la nuestra a la inmensa minoría

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En tiempos de pandemia neoliberal, la primera víctima no es la verdad sino el dominio público y, en particular, los medios del servicio público audiovisual. De Mario Monti y el berlusconismo a la campaña del falso dilema entre un quirófano o la televisión pagada con nuestros impuestos, hemos venido asistiendo a una intensa escalada de cercamiento de los medios de titularidad del Estado que, entre Bruselas y Madrid, no ha cesado, incluso puede decirse que se intensifica con especial virulencia en nuestro país.

Así, la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso no solo se ha tomado la licencia de atacar a TeleMadrid sino que hace tabula rasa de la doctrina del servicio público audiovisual y pone al frente del ente autonómico a un experto liquidacionista, José Antonio Sánchez, más dado a cumplir la función vicaria de correa de transmisión de los intereses del PP que a respetar la norma y el estatuto que le obliga. Mientras cae en picado la audiencia del canal autonómico, se instala en el discurso público que las radiotelevisiones de la FORTA son un lujo asiático innecesario aunque, como demuestran estudios comparados, el coste de los medios públicos en España es de los más bajos de la Unión Europea y que, como sucede con el sistema sociosanitario o la educación, pese a la baja inversión y gasto público tenemos prestaciones de calidad, alta rentabilidad social y elevada eficiencia económica, minucias para la culta y preparada comunity manager de la lideresa.

Hace meses en la Plataforma en Defensa de la RTVA advertíamos sobre este discurso falsario en contra del espacio público y anticipábamos que la derecha en España nunca creyó, ni en tiempos del falangista Suárez, en la función motriz del servicio público audiovisual. Los antecedentes de Canal 9 en Valencia y de TeleMadrid marcan una hoja de ruta que hoy podemos observar con Canal Sur que ha dejado de ser, como rezaba la campaña de la Junta, la nuestra para convertirse en un medio marginal de la inmensa minoría. El deterioro económico y moral de la RTVA es notorio y no sorprende cuando dirigentes de la Junta hacen apología del cosmopaletismo. Caso del Consejero de Universidades, Rogelio Velasco, que en el propio aniversario de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla afirmó -debe haber sido compañero de estudios de Juan Luis Cebrián- que para ser periodista no es precisa la titulación. Mejor seguir el ejemplo de Estados Unidos. Uno se titula en Bioquímica (previo crédito con el Banco de Santander) y ya con tiempo y patrocinio se suma a los colaboradores de García Ferreras como divulgador científico o si tiene la suerte de caer bien al magnate Murdoch puede ser fichado en una de sus compañías repartidas por todo el mundo. De ahí a pensar en el modelo PBS (Public Broadcasting Service, en español Servicio Público de Radiodifusión) como el ideal para los medios públicos en España hay un paso cuando la norma la marca el imperio de la ignorancia supina. No otra cosa observamos por ello en la deriva de la RTVA: degradación de los contenidos, contratación de colaboradores de ideología fascista, que hacen apología en Canal Sur Radio de opiniones machistas, homófobas y racistas, o la creciente externalización de la producción de contenidos. Frente a esta deriva preocupante, el Consejo Profesional ha denunciado la vulneración reiterada de los principios del Estatuto de Redacción sin que los responsables del canal autonómico hayan tomado medidas. Mientras, se incumple sistemáticamente la exigencia de imparcialidad, con la apología del gobierno del PP y Ciudadanos, se contrata a Javier Negre, despedido de El Mundo por inventarse una entrevista y condenado en varias ocasiones por difusión de falsas noticias, o se conecta a diario con el parte-rueda de prensa del Consejero de la Presidencia, Elías Bendodo.

La sistemática dinámica de degradación que vive la RTVA está deteriorando el clima laboral de una plantilla considerablemente reducida en la última década, especialmente en las delegaciones territoriales. En algunos casos, sin montadores ni cámaras ni redactores para cubrir el territorio regional más grande de la UE. Muchos informativos de desconexión local, como Cádiz, se mantienen con sobrecarga de trabajo del personal dando soporte a una parrilla de programación insostenible con la reducción de efectivos por jubilación y las restricciones de la tasa de reposición. De los 1.445 efectivos en 2016, la empresa cuenta ahora con apenas 1.387 y 18 directivos, mientras sigue sin resolverse la temporalidad de más de doscientos trabajadores, aparte de la nutrida plantilla de profesionales adscritos a las productoras que mantienen una amplia franja de la parrilla. Con la inminente jubilación de al menos 30 trabajadores y un 20% de temporalidad parece difícil que la década perdida para la RTVA mejore en un contexto político de estrategia de privatización del gobierno de la Junta de Andalucía, con Vox como ariete contra la nuestra. Desde 2017 las inversiones en Canal Sur brillan por su ausencia. La reducción de su presupuesto a casi la mitad, en un entorno de necesaria modernización y convergencia digital que, entre otros retos, requiere una renovación y rejuvenecimiento de la plantilla, es mucho más que una espada de Damocles. Amenaza con hacer real el sueño dorado de la derecha: la jibarización del sistema público audiovisual en beneficio del duopolio televisivo y de la red de medios afines al IBEX35 mientras el gobierno de Moreno Bonilla propone Andalucía Trade y el señor Osborne, el toro, disfruta del escenario y los beneficios del prime time con la campechanía propia del pensamiento ultramontano que termina por resultar, en un sentido etimológico, obscena, manoseando a Andalucía para hundir a la región en la podredumbre moral, pues en el fondo el gobierno de la derecha quiere una radiotelevisión andaluza minoritaria, ya no la de todos y mucho menos inmensa. Una lección que debiéramos saber ya, vistos los antecedentes.

(*) Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid

El vecino es Superbarrio

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Hace meses publicamos en Mundo Obrero un artículo titulado La Fiambrera Obrera, a propósito de la profusión de la cultura plebeya como estética emergente en el momento de crisis que vivimos, característica de la actual fase terminal del capitalismo. En este contexto de la difusa imagen de lo hortera, series como “El Vecino” ilustran, sintomáticamente, el retorno narrativo al realismo de la precariedad. La historia, filmada por Nacho Vigalondo, con guion de Miguel Esteban y Raúl Navarro, adapta para Netflix el cómic homónimo de Pepo Pérez y Santiago García, la historia de una suerte de Superlópez que vindica la ética del fracaso. La trama, no por sencilla, deja de ser sustanciosa. El protagonista, Quim Gutiérrez, es un tipo común, sin proyecto vital, que termina, por azar del destino, adquiriendo superpoderes, y adopta una nueva identidad, Titán, con la que resolver, desde el anonimato, situaciones comunes en la que se desenvuelve, siendo, y esto es lo novedoso, protagonistas los espacios, actores y relaciones de la vida cotidiana en los suburbios de la desesperanza entre lo cómico y, por supuesto, la ironía, principal mecanismo de resistencia de las clases subalternas. Bien lo sabemos desde el teatro épico de Brecht. El arte de la crítica de la representación consiste en poner de vuelta el mundo al revés a partir del recurso al humor, la vía más corrosiva para dejar en evidencia lo silente u obliterado, la espiral del silencio del disimulo. “Piratas del Caribe” no es un buen ejemplo de este proceso de identificación. Pero sí la literatura, del Quijote y las novelas de caballería al relato oral del bandolerismo en España. La idea aventurera de la banda o fratria contra el poder instituido como colectivismo demócrata por otros medios, al margen de la idea, es la historia cultural de la subalternidad como reclamo del consumo de masas. Hoy, en la era Netflix, El Vecino apunta en esta dirección, a partir de un guión que, en cierta forma, nos muestra la crisis que viven los treintañeros en una cultura posmoderna que acosa permanentemente su derecho a vivir en paz, cercados como están por las casas de apuestas y el subempleo. Narrativa audiovisual de la intemperie, la serie ilustra con humor, y un tanto de forma paródica, la lógica devastadora de un orden en el que el supervillano es el capitalismo, y su carta de navegación del naufragio de jóvenes sin futuro, en el escenario crudo y realista del malestar generacional proyectado entre redes, abuelos solitarios, opositores sin esperanza y bares, contrageografías, en fin, del desarraigo que nos recuerdan Villaverde, San Cristóbal y el extrarradio de grandes capitales como Madrid donde vivir es, sobre todo, y fundamentalmente, sobrevivir. Por ello el verdadero héroe de esta ficción es el vecino común. Como aprendimos en el I Congreso Internacional de Movimientos Sociales, el héroe siempre es Superbarrio, que bajo la máscara y el anonimato trata de luchar contra los desahucios y las injusticias en la gran megalópolis de la Ciudad de México. Una y la misma cosa: la máscara, en fin, como antaño la Mano Negra, nos muestra el orden oprobioso más que ocultar en los tiempos de la comunicación enmascarada. Cosas del mundo al revés y de las emboscadas de las clases populares que han de ocultar sus cartas para que la carta constitucional limpie y dé esplendor, ya que el hombre blanco habla siempre con lengua de serpiente. En fin, vean la serie y me cuentan. En los tiempos de las cuentas y el muro de Wall Street, hemos de contar cuentos para decir algo de verdad. Paradojas de un mundo programado en serie y en serio.

La tasa Google

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La política de tributación sobre servicios digitales no es un problema de armonización y justicia fiscal, sino sobre todo de soberanía y cuestionamiento del problema de la renta tecnológica, tan discutida por la teoría de la dependencia. Más allá de Stiglitz o Piketty sobre la necesidad de un impuesto digital global, la cuestión debe pues ser planteada como una batalla ideológica en el capitalismo de plataformas. Los argumentos en contra de actores como el BBVA, vía Rafael Domenech, sobre la afectación a la innovación y el desarrollo son la panoplia habitual del capitalismo corporativo que imponen como sentido común los oligopolios, hoy los GAFAM. Pero la historia demuestra lo contrario. Tales lecturas obvian la debilidad, por ejemplo, de España y la UE frente a Estados Unidos. La innovación, en fin, no se da en abstracto o sobre el vacío, sino en una estructura determinada de producción. Y la estrategia, ya lo vimos en el caso de la política audiovisual europea, de producir gigantes de la comunicación continentales termina favoreciendo a las majors y telecos de origen estadounidense, ahondando más si cabe el desequilibrio y dependencia de Europa en esta materia. Así, la actual deriva del capitalismo de plataformas es la lógica del monopolio en la extensión y explotación mercantil de la información. Cuando se afirma que la revolución digital es la era de la desintermediación se elude referir que las mediaciones entre usuarios, distribuidores, productores y proveedores de servicios tienen lugar con menos intermediarios que en la era analógica. Este control es debido a la escalabilidad y la lógica de redes de valor que alimentan las propias plataformas, además de complementar los ingresos y gastos entre servicios por medio de subvenciones cruzadas. Como explica Srnicek, una rama de la compañía reduce el precio de un servicio o de un producto mientras otra sube los precios para cubrir tales pérdidas, aprovechando la posición de virtual monopolio. Esta es la lógica extractivista hoy imperante, el progrom de lo que Éric Sadin denomina siliconización del mundo. El discurso del capitalismo de plataformas recurre para ello al tecnolibertarismo que empieza y termina con el alfa y omega de la inhibición del Estado y los poderes públicos, a fin de proteger un proceso considerado cuasi natural. Ahora, cuando medios como ZOOM pasan de los 10 millones de servicios diarios a 300, incrementando el volumen de negocio en más de 150%, con la pandemia, o la compraventa de grandes compañías como AMAZON destruyen el débil tejido del comercio de proximidad, cabe empezar a pensar que lo que se nos presenta como natural no es producto del azar, sino de la determinación social, y, por qué no decirlo, de la necedad de las autoridades que han dejado operar sin limitaciones a estos embajadores del neocolonialismo. Tanto así que hoy por hoy la dependencia de la UE respecto a Estados Unidos es más que notoria. Y pese a las evidencias, quizás por influencia de los lobbys norteamericanos de las punto.com, se ha evitado actuaciones contundentes de Bruselas contra los virtuales monopolios comerciales. Desde hace años, con la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (6/10/2015) se viene apuntando la necesidad de una regulación de los conglomerados de la llamada economía digital, sin que las autoridades comunitarias hayan mudado su política de gestos y amagos sin consecuencia real, en esta dirección. Las propias interpretaciones dominantes en la Comisión sobre normativa antimonopolio tienden a imponer lo que Prieto y Cabezudo denominan NET MERCATOR, una lógica de optimización de las telecomunicaciones que en nada tiene que ver con derechos universales ni prestaciones estratégicas de servicio y dominio público. Antes bien, se naturaliza la llamada por Philip Howard Pax Technica, en virtud del incremento exponencial de los nodos de conexión como consecuencia, se argumenta, del principio de libre flujo de la información.

Esta visión equívoca no es solo propia de actores como José María Álvarez-Pallete, Presidente de Telefónica. La mayoría de portavoces de la globalización piensan la revolución digital como una lógica universal, y democrática, de acceso irrestricto. Pero nada dicen de los pactos entre grandes corporaciones sobre precios, regulaciones globales y guerras económicas y comerciales contra aquellos países, como los de UNASUR, que osaron pensar en una red que no pasara por Washington o New York. Mientras, en la economía real, los sectores populares, como el mundo del taxi en España, han de ocupar la calle tras decenios de ser invadidos por los misioneros del gran capital en defensa del trabajo y sus derechos.

No sabemos si prosperará la tasa Google, en el seno de la UE, pero lo que es cierto es que, como demuestra el caso de San Francisco y la batalla judicial contra UBER, no estamos ante un videojuego. La experiencia histórica valida la tesis de Carlo Formenti sobre la lucha de clases del nuevo proletariado, precarizado en el capitalismo de plataformas digitales. Ya vemos de hecho cómo empieza la conflictividad social entre los sectores más vulnerables de las cadenas de ensamblaje global. La cuestión ahora es si pasamos de la externalización a cuestionar lo que hemos internalizado como introyección ideológica. A saber: toda tecnología es cultura, producción social, sujeta pues a relaciones específicas de producción. Y, como se crearon, pueden reinventarse. ¿Alguien en Bruselas está dispuesto a este ejercicio de imaginación y soberanía tecnológica?