El reto de la autonomía informativa

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Este viernes 8 de agosto concluye el plazo marcado por Bruselas para cumplir con las exigencias del Reglamento Europeo de Libertad de Medios (EMFA) sin que el plan gubernamental de acción democrática haya cumplido siquiera la mitad de los objetivos que motivaron la iniciativa. El reciente proyecto de ley para la mejora de la gobernanza democrática en servicios digitales y ordenación de los medios de comunicación, aprobado en el último Consejo de Ministros llega, a todos los efectos, tarde y resulta manifiestamente insuficiente. La presentación de esta iniciativa tiene lugar tras un año de discusión, sin que apenas se hayan desarrollado la mayoría de las medidas contempladas para la regeneración de un ecosistema claramente deteriorado, con notorios desequilibrios y alteraciones de modelo de negocio y una mala praxis o deriva tóxica que afecta gravemente a la convivencia democrática y desde luego no se resuelven con una simple armonización jurídica o actualización normativa, pues, dada la complejidad del proceso de mediación social hoy existente en nuestro contexto político, urge por sobre cualquier otra opción reguladora el diseño más bien de políticas integrales en materia de información y comunicación.

Sí, como se reconoce en la exposición de motivos de la citada ley, los medios de comunicación desempeñan un papel estratégico para el libre ejercicio de las libertades públicas, el pluralismo y la democracia; el Estado de derecho precisa de políticas activas que hagan efectivo el derecho a la comunicación, políticas de Estado que de verdad acometan las amenazas, ya no veladas, sino directas y explícitas de los GAFAM a nuestro sistema democrático, y contribuyan, como se infiere de otras iniciativas legislativas de la actual legislatura, a la necesaria transparencia, la verdadera autonomía informativa y el buen gobierno, tal y como específicamente demanda en esta materia el EMFA.

En el próximo periodo parlamentario, es previsible que nuevas medidas avancen en la mejora de la calidad democrática de nuestro sistema mediático que, cabe recordar, sigue regulado con normas del régimen franquista. Hablamos, por ejemplo, de la ley de secretos oficiales, la ley Fraga de prensa o el reconocimiento del secreto profesional demandado por los gremios profesionales desde la transición sin el debido desarrollo normativo, como con la cláusula de conciencia. Bien es cierto, justo es reconocerlo, que durante estos dos años se han iniciado reformas como el gobierno abierto, la regulación de los grupos de interés o iniciativas legislativas que avanzan en dirección a la definición de un marco y reglas del juego democrático equiparables con otros países de nuestro entorno. Pero sigue evitándose regular el derecho a la comunicación en la base de la cultura deliberativa y, lo que es aún más evidente, no existe voluntad de construcción colectiva del dominio público en forma de políticas de Estado de comunicación. La propuesta de ley en curso que habrá de debatir la Cámara de Diputados habilita, por ejemplo, a la Comisión Nacional del Mercado y de la Competencia (CNMC) como ente responsable de cumplir las obligaciones establecidas en el Reglamento de la UE 2022/2065, junto con la Agencia Española de Protección de Datos; se elude así cumplir con la exigencia de la creación de un organismo autónomo del Ejecutivo que vele por las garantías necesarias para el libre ejercicio de la libertad de prensa. Desde la Ley General Audiovisual y la propuesta del gobierno Zapatero de crear un Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, y aún antes, desde la academia y los gremios profesionales que venimos demandando desde la década de los noventa un organismo autónomo similar al Consejo Superior Audiovisual francés, sin que los sucesivos gobiernos del bipartido hayan atendido esta demanda justa y necesaria del ámbito de la comunicación, seguimos en España siendo una excepción en el seno de la UE al no disponer de una institucionalidad común en el resto de países. Más allá de la sanción prevista por el incumplimiento en tiempo y forma de la EMFA que aplique Bruselas, es evidente que la CNMC ni reúne las condiciones técnicas, ni competenciales para asumir las tareas que establece Bruselas, ni tiene personal cualificado y con experiencia en las labores de supervisión del sistema informativo y, lo que es peor, a diferencia de la Agencia Española de Protección de Datos, carece de autonomía del ejecutivo.

El Reglamento Europeo de Libertad de Medios exige, explícitamente, por otra parte, de manera clara y precisa, la autonomía e independencia de los medios públicos, y tenemos en vigor un Real Decreto sin aún ser tramitado por el Congreso como proyecto de ley para hacer efectiva la adecuación normativa comprometida por el PSOE y cumplir así con lo establecido en el Reglamento comunitario en términos de autonomía e independencia de corporaciones como RTVE. De ello nada trata la ley, que sí modifica la denominación de la Ley General de Comunicación Audiovisual para incluir la prensa, pero que, a su vez, esquiva cuestiones sustanciales como el papel de los llamados medios del Tercer Sector, o comunitarios, en situación de interinidad, sin apoyo económico ni un marco que canalice la voluntad ciudadana de decir y hacer en el campo de la comunicación, o elude abordar las medidas necesarias para proteger el pluralismo y el trabajo de los profesionales de la información cercados, además de por la ley mordaza, por la concentración empresarial, la descualificación y el reemplazo de la IA en muchas redacciones, con el resultado conocido de vaciar los medios de información de profesionales responsables de aplicar los códigos y valores deontológicos de la profesión periodística.

La única cuestión de fondo que trata, y solo de forma somera, es el análisis y evaluación de los procesos de concentración. El Reglamento obliga a los Estados miembros a establecer procedimientos y medidas de salvaguardia de las dinámicas oligopólicas en el sistema nacional de información. España es uno de los países de la UE con mayor nivel de concentración. Una verdadera amenaza a la democracia con el dominio, de facto, de un duopolio audiovisual, complementariamente a la concentración intensiva de la prensa y el dominio del capitalismo de plataformas que, como apunta el Reglamento Europeo, nos hacen dependientes informativamente, socavando el principio de soberanía y la propia pervivencia de los medios autóctonos en favor de los nuevos intermediarios de la revolución digital, sin que el Congreso establezca límites claros para definir una estructura de la información plural y equilibrada. Pero lejos de asumir consecuentemente el reto de intervenir en el sector, se emplaza al operador responsable, la CNMC, a vigilar futuros escenarios de concentración lesivos a efectos del necesario pluralismo interno de nuestro sistema mediático. En este marco, manifiestamente favorable a la desregulación, tampoco se aborda el cambio del sistema de medición de audiencias, confiado en la reforma de habilitación de la CNMC para supervisar o corregular con los actores el monitoreo de consumo en las redes y medios, cuando es público y notorio que el actual modelo debe ser reformado y democratizado. Llama en este sentido la atención que tales temas concentren buena parte del debate político y que, no obstante, no exista Comisión o subcomisión específica en la cámara de representantes que se ocupe monográficamente del estado de la cuestión, teniendo lugar toda discusión pública en los propios medios objeto de regulación, en el ágora periodística, o como arma arrojadiza del bipartito en tribuna parlamentaria, sin dirimir y analizar los retos estratégicos del sector como política de Estado en tiempos de la propia era digital.

La cultura de las pantallas móviles y difusas de la cuarta revolución industrial hace tiempo que desplazó el debate sobre derechos de la ciudadanía de los contenidos de edición a la red tecnológica y los proveedores de servicios, sin que desde las políticas públicas se hayan promovido las necesarias medidas de intervención al objeto de fomentar una cultura mediática y digital responsable, crítica y consciente de las lógicas de desinformación y control social que las grandes plataformas y redes sociales promueven sistemáticamente. La comunicación no es una mercancía, es antes que nada un derecho fundamental para la participación en democracia y exige, en lógica coherente, un esfuerzo de pedagogía democrática, empezando por regular no desde el Ministerio de Economía ni desde una concepción instrumental del Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública; no estamos ante derechos del consumidor, que también, sino ante un problema democrático de producción del dominio y el espacio público. Urge, pues, pasar de una visión mercantil y administrativa a una concepción política de la regulación de la comunicación y de una lectura corporativa, mediática o economicista a una visión de la comunicación como política cultural. Es hora, en fin, de acometer el Derecho a la Comunicación como un derecho humano fundamental, como un derecho universal que ha de proteger la información en tanto que bien público esencial para nuestra democracia, procurando una ecología mediática democráticamente saludable, consistente, sostenible y compleja, como el tiempo que nos toca vivir y transformar. A día de hoy, el proyecto de ley en curso no alcanza siquiera a cumplir los requerimientos de Bruselas. Y si la sociedad civil y los gremios profesionales no articulan un frente común, nos tememos que los males que aquejan a la estructura real de la información terminen por colapsar el propio sistema democrático. Síntomas manifiestos de tal diagnóstico son más que visibles a día de hoy. Las fuerzas progresistas, la coalición de gobierno particularmente, deben dar un golpe de timón y situar en el centro de la agenda estratégica este cambio de futuro para ganar democráticamente la disputa de la batalla cultural.

Es común afirmar que sin periodistas no hay democracia, y del mismo modo podemos colegir que sin una reforma radical ni política integral de medios no hay futuro para el Estado social y de derecho. Este es el punto nodal para toda exposición de motivos que acometa el reto de garantizar la autonomía informativa en tiempos de tecnofeudalismo y de capitalismo de plataformas, acorde con el espíritu del artículo 20.3 de la Constitución. Hablamos del derecho de acceso y la participación de la ciudadanía.