El reto de la autonomía informativa

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Este viernes 8 de agosto concluye el plazo marcado por Bruselas para cumplir con las exigencias del Reglamento Europeo de Libertad de Medios (EMFA) sin que el plan gubernamental de acción democrática haya cumplido siquiera la mitad de los objetivos que motivaron la iniciativa. El reciente proyecto de ley para la mejora de la gobernanza democrática en servicios digitales y ordenación de los medios de comunicación, aprobado en el último Consejo de Ministros llega, a todos los efectos, tarde y resulta manifiestamente insuficiente. La presentación de esta iniciativa tiene lugar tras un año de discusión, sin que apenas se hayan desarrollado la mayoría de las medidas contempladas para la regeneración de un ecosistema claramente deteriorado, con notorios desequilibrios y alteraciones de modelo de negocio y una mala praxis o deriva tóxica que afecta gravemente a la convivencia democrática y desde luego no se resuelven con una simple armonización jurídica o actualización normativa, pues, dada la complejidad del proceso de mediación social hoy existente en nuestro contexto político, urge por sobre cualquier otra opción reguladora el diseño más bien de políticas integrales en materia de información y comunicación.

Sí, como se reconoce en la exposición de motivos de la citada ley, los medios de comunicación desempeñan un papel estratégico para el libre ejercicio de las libertades públicas, el pluralismo y la democracia; el Estado de derecho precisa de políticas activas que hagan efectivo el derecho a la comunicación, políticas de Estado que de verdad acometan las amenazas, ya no veladas, sino directas y explícitas de los GAFAM a nuestro sistema democrático, y contribuyan, como se infiere de otras iniciativas legislativas de la actual legislatura, a la necesaria transparencia, la verdadera autonomía informativa y el buen gobierno, tal y como específicamente demanda en esta materia el EMFA.

En el próximo periodo parlamentario, es previsible que nuevas medidas avancen en la mejora de la calidad democrática de nuestro sistema mediático que, cabe recordar, sigue regulado con normas del régimen franquista. Hablamos, por ejemplo, de la ley de secretos oficiales, la ley Fraga de prensa o el reconocimiento del secreto profesional demandado por los gremios profesionales desde la transición sin el debido desarrollo normativo, como con la cláusula de conciencia. Bien es cierto, justo es reconocerlo, que durante estos dos años se han iniciado reformas como el gobierno abierto, la regulación de los grupos de interés o iniciativas legislativas que avanzan en dirección a la definición de un marco y reglas del juego democrático equiparables con otros países de nuestro entorno. Pero sigue evitándose regular el derecho a la comunicación en la base de la cultura deliberativa y, lo que es aún más evidente, no existe voluntad de construcción colectiva del dominio público en forma de políticas de Estado de comunicación. La propuesta de ley en curso que habrá de debatir la Cámara de Diputados habilita, por ejemplo, a la Comisión Nacional del Mercado y de la Competencia (CNMC) como ente responsable de cumplir las obligaciones establecidas en el Reglamento de la UE 2022/2065, junto con la Agencia Española de Protección de Datos; se elude así cumplir con la exigencia de la creación de un organismo autónomo del Ejecutivo que vele por las garantías necesarias para el libre ejercicio de la libertad de prensa. Desde la Ley General Audiovisual y la propuesta del gobierno Zapatero de crear un Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, y aún antes, desde la academia y los gremios profesionales que venimos demandando desde la década de los noventa un organismo autónomo similar al Consejo Superior Audiovisual francés, sin que los sucesivos gobiernos del bipartido hayan atendido esta demanda justa y necesaria del ámbito de la comunicación, seguimos en España siendo una excepción en el seno de la UE al no disponer de una institucionalidad común en el resto de países. Más allá de la sanción prevista por el incumplimiento en tiempo y forma de la EMFA que aplique Bruselas, es evidente que la CNMC ni reúne las condiciones técnicas, ni competenciales para asumir las tareas que establece Bruselas, ni tiene personal cualificado y con experiencia en las labores de supervisión del sistema informativo y, lo que es peor, a diferencia de la Agencia Española de Protección de Datos, carece de autonomía del ejecutivo.

El Reglamento Europeo de Libertad de Medios exige, explícitamente, por otra parte, de manera clara y precisa, la autonomía e independencia de los medios públicos, y tenemos en vigor un Real Decreto sin aún ser tramitado por el Congreso como proyecto de ley para hacer efectiva la adecuación normativa comprometida por el PSOE y cumplir así con lo establecido en el Reglamento comunitario en términos de autonomía e independencia de corporaciones como RTVE. De ello nada trata la ley, que sí modifica la denominación de la Ley General de Comunicación Audiovisual para incluir la prensa, pero que, a su vez, esquiva cuestiones sustanciales como el papel de los llamados medios del Tercer Sector, o comunitarios, en situación de interinidad, sin apoyo económico ni un marco que canalice la voluntad ciudadana de decir y hacer en el campo de la comunicación, o elude abordar las medidas necesarias para proteger el pluralismo y el trabajo de los profesionales de la información cercados, además de por la ley mordaza, por la concentración empresarial, la descualificación y el reemplazo de la IA en muchas redacciones, con el resultado conocido de vaciar los medios de información de profesionales responsables de aplicar los códigos y valores deontológicos de la profesión periodística.

La única cuestión de fondo que trata, y solo de forma somera, es el análisis y evaluación de los procesos de concentración. El Reglamento obliga a los Estados miembros a establecer procedimientos y medidas de salvaguardia de las dinámicas oligopólicas en el sistema nacional de información. España es uno de los países de la UE con mayor nivel de concentración. Una verdadera amenaza a la democracia con el dominio, de facto, de un duopolio audiovisual, complementariamente a la concentración intensiva de la prensa y el dominio del capitalismo de plataformas que, como apunta el Reglamento Europeo, nos hacen dependientes informativamente, socavando el principio de soberanía y la propia pervivencia de los medios autóctonos en favor de los nuevos intermediarios de la revolución digital, sin que el Congreso establezca límites claros para definir una estructura de la información plural y equilibrada. Pero lejos de asumir consecuentemente el reto de intervenir en el sector, se emplaza al operador responsable, la CNMC, a vigilar futuros escenarios de concentración lesivos a efectos del necesario pluralismo interno de nuestro sistema mediático. En este marco, manifiestamente favorable a la desregulación, tampoco se aborda el cambio del sistema de medición de audiencias, confiado en la reforma de habilitación de la CNMC para supervisar o corregular con los actores el monitoreo de consumo en las redes y medios, cuando es público y notorio que el actual modelo debe ser reformado y democratizado. Llama en este sentido la atención que tales temas concentren buena parte del debate político y que, no obstante, no exista Comisión o subcomisión específica en la cámara de representantes que se ocupe monográficamente del estado de la cuestión, teniendo lugar toda discusión pública en los propios medios objeto de regulación, en el ágora periodística, o como arma arrojadiza del bipartito en tribuna parlamentaria, sin dirimir y analizar los retos estratégicos del sector como política de Estado en tiempos de la propia era digital.

La cultura de las pantallas móviles y difusas de la cuarta revolución industrial hace tiempo que desplazó el debate sobre derechos de la ciudadanía de los contenidos de edición a la red tecnológica y los proveedores de servicios, sin que desde las políticas públicas se hayan promovido las necesarias medidas de intervención al objeto de fomentar una cultura mediática y digital responsable, crítica y consciente de las lógicas de desinformación y control social que las grandes plataformas y redes sociales promueven sistemáticamente. La comunicación no es una mercancía, es antes que nada un derecho fundamental para la participación en democracia y exige, en lógica coherente, un esfuerzo de pedagogía democrática, empezando por regular no desde el Ministerio de Economía ni desde una concepción instrumental del Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública; no estamos ante derechos del consumidor, que también, sino ante un problema democrático de producción del dominio y el espacio público. Urge, pues, pasar de una visión mercantil y administrativa a una concepción política de la regulación de la comunicación y de una lectura corporativa, mediática o economicista a una visión de la comunicación como política cultural. Es hora, en fin, de acometer el Derecho a la Comunicación como un derecho humano fundamental, como un derecho universal que ha de proteger la información en tanto que bien público esencial para nuestra democracia, procurando una ecología mediática democráticamente saludable, consistente, sostenible y compleja, como el tiempo que nos toca vivir y transformar. A día de hoy, el proyecto de ley en curso no alcanza siquiera a cumplir los requerimientos de Bruselas. Y si la sociedad civil y los gremios profesionales no articulan un frente común, nos tememos que los males que aquejan a la estructura real de la información terminen por colapsar el propio sistema democrático. Síntomas manifiestos de tal diagnóstico son más que visibles a día de hoy. Las fuerzas progresistas, la coalición de gobierno particularmente, deben dar un golpe de timón y situar en el centro de la agenda estratégica este cambio de futuro para ganar democráticamente la disputa de la batalla cultural.

Es común afirmar que sin periodistas no hay democracia, y del mismo modo podemos colegir que sin una reforma radical ni política integral de medios no hay futuro para el Estado social y de derecho. Este es el punto nodal para toda exposición de motivos que acometa el reto de garantizar la autonomía informativa en tiempos de tecnofeudalismo y de capitalismo de plataformas, acorde con el espíritu del artículo 20.3 de la Constitución. Hablamos del derecho de acceso y la participación de la ciudadanía.

El sombrero de Melania

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Toda crítica de la razón cínica pasa por dar la vuelta al relato empaquetado que adulteran los medios de infoxicación a lo Fox News. Tal empeño empieza a resultar urgente, cuando no una tarea de mortal necesidad. Nunca mejor dicho. Los cuentos que nos cuentan ocultan como accidente la acumulación de cadáveres en el paso de la desposesión al despojo, de la modernidad imperial al tecnofeudalismo bárbaro y depredador. Y no nos referimos al polémico saludo del discípulo de Ford, por nombre Elon Musk. Hablamos más bien de la restauración conservadora que se proyecta y naturaliza en el espacio público con el torrente de imágenes, titulares y representaciones simbólicas que a diario permean nuestro imaginario con el fin de hacer deseable la dominación autoritaria. Un ejemplo de la eficacia neofascista en la escenificación del relato de terror que nos inoculan es el caso del sombrero de Melania. Toda la prensa internacional interpretó la vestimenta de la primera dama estadounidense como un ejemplo de elegancia, sofisticación y formalidad, o en los medios más frívolos como una forma de distanciamiento del presidente Trump. Hubo incluso memes y una proliferación de numerosos comentarios en las redes sociales vindicando, desde el feminismo, una narrativa sobre los afectos no deseados y las relaciones íntimas del presidente ultra y su esposa en contra de la norma conyugal y el patriarcado, en una suerte de interpretación del mundo al revés. En medio de una declarada guerra ideológica, la lectura de la estética del sombrero de Javits que portó Melania Trump en clave marital, y no política, eludiendo el contexto histórico de la restauración conservadora cuando la imagen evocaba claramente la vuelta al tradicionalismo y el repliegue en los valores del fundamentalismo religioso en torno a la familia, la tradición y la propiedad, es una prueba más del despiste de la izquierda en la disputa del sentido común. Más aún cuando un simple análisis crítico del discurso mostraría, con todas las evidencias del contexto y la coyuntura en curso, que, en concreto, el polémico sombrero no es otra cosa que la vindicación de la cultura cuáquera. La«Sociedad Religiosa de los Amigos» que dio origen a las comunidades puritanas de colonos en Estados Unidos, los llamados «Amigos de la Luz» y «Amigos de la Verdad», representan no solo el quietismo y el temor a Dios, sino la ortodoxia ultra y la adoración de la riqueza cuya cultura tradicionalista ya fue decisiva en la estrategia de roll-back de Reagan con el boom de los telepredicadores y hoy vuelve de nuevo a primera plana con esta política de gestos y simbolismo que se despliegan por doquier a fin de incidir en la narrativa del Far-west versión 2.0. De hecho, las sectas evangélicas, el frente cultural religioso, desempeñan una función crucial en los planes de la Casa Blanca y en toda América Latina, e incluso empiezan a asomar la cabeza en nuestro país entre formaciones como el PP. Aunque el discurso de Donald Trump y su proyecto político dejan meridianamente claro que su administración se va a centrar en la “restauración completa de la hegemonía imperial de Estados Unidos” y una “revolución del sentido común”, resulta por lo mismo cuando menos paradójico que a este lado del Atlántico sigamos haciéndonos los suizos mientras se ha dado aviso de derruir el proyecto de la UE, empezando por Alemania, y antes con el Brexit de la mano de Steve Bannon. Llama igualmente la atención que nadie en la prensa de referencia haya hablado de la fundación parafascista Heritage Foundation y el “Proyecto 2025”, la propuesta programática de Trump para desmontar el Estado-corporación, en la misma línea de Milei. Quizás no quiera el periodismo nacional-catolicista imperante por estos lares poner en evidencia las concomitancias entre el proyecto de la derecha ultramontana patria y el régimen tecnofeudal que se ensaya en el imperio en decadencia en forma de cruzada para recristianizar la sociedad impulsando el robustecido protagonismo político y cultural de las elites económicas con el fin último de pasar de la acumulación por desposesión a la acumulación por despojo: sea en Gaza, en forma de genocidio, o en Europa vía incremento de compra de armamento a Estados Unidos por exigencias de la OTAN o, lo que es peor, con la actuación de los fondos buitres del muro de Wall Street que especulan por encima de nuestras posibilidades, imponiendo las clases rentistas su interés sobre el derecho a techo constitucional.

Quizás cuando algunos periodistas y medios vean perder su libertad, ya lo empiezan a percibir, convertidos en meros siervos de los lugartenientes de turno del gran capital financiero, logren al fin comprender que de Reagan a Trump, de los cuáqueros a Silicon Valley, de Pat Robertson a Elon Musk, la comunicación o la llamada ideopolítica es la guerra de clases por otros medios. Y cuando la cultura que nos rodea con la americanización se impone en forma de barbarie programada, sea con la celebración de Halloween y el desayuno con cereales de estética cuáquera, sea por la emulación de los medios ultravoxiferantes a lo Murdoch con la pródiga estupidez supina del comentario tertuliano sin sentido, salvo repetir lo consentido por la familia Botín y el bunker de Zarzuela, parece llegada la hora de volver a definir con inteligencia la disyuntiva de Rosa Luxemburgo. En otras palabras, si no avanzamos una estrategia contrahegemónica frente a esta batalla de las ideas terminaremos como en El cuento de la criada. Así que conviene ir tomando nota y pensar e ir en serio, tal y como vindicaba Sacristán. O con esperanza, como recomienda Lakoff, que en sus reflexiones sobre cómo combatir el neofascismo plantea unos criterios mínimos de actuación para revertir el régimen autoritario en defensa de la democracia. Nos referimos a la empatía, la cooperación social, el optimismo, el lenguaje de los vínculos frente a la separación, el aislamiento y disyunción de los discursos del odio. Una poética y política de lo común que ante la incertidumbre y desorientación del negacionismo milite por la afirmación de la verdad revolucionaria, la ciencia en común, la conexión y organización social, la comunidad a lo comunista del film El 47, la vuelta a la calle y la barricada, a los barrios y los bares, a las conexiones sinápticas no mediatizadas por Silicon Valley, a la pedagogía democrática del diálogo y el consenso, a la política de la articulación y la educación republicana, a la resistencia del persistir y luchar con alegría de vivir, al no callarse y romper el cerco del silencio que los del sombrero de Melania nos quieren imponer, simplemente por ser los y las sin sombrero. Los nadie de Galeano que hace tiempo sabemos que no nos vale milonga alguna y, que como dice en estas páginas Felipe Alcaraz, o caminamos juntos o nos van a ahorcar por separado.

Aprendamos las lecciones de la historia, y leamos las cenizas de Gramsci. Por muy ancho de ala que sea el sombrero de Melania, nunca podrá ocupar toda la pantalla, ni el espacio público. Siempre hay margen suficiente para construir el materialismo del encuentro.

Guerra cultural y unidad popular

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Si el socialismo es el movimiento y proyección de lo real en la historia, esto requiere, abrir el campo, al menos en un sentido gramsciano, y los canales de interpelación a la gente común, más aun cuando el ruido mediático y la parálisis de las direcciones partidarias se limitan a contar lo hecho sin pensar ni proyectar públicamente lo por venir.

Va a ser necesario, en otras palabras, coser, tejer con el lenguaje de los vínculos la trama común de lo social, y soñar cantando auroras que es posible ver en el horizonte. Esta apuesta es hoy más que nunca prioritaria, porque, según las leyes de la propaganda, dato no siempre gana a relato, y en la sociedad de las cuentas con los cuentos termina imponiéndose la sinrazón, el discurso del odio que se ha instalado en una cultura, la hispana, históricamente atrabiliaria, como retratara Goya, y algo cainita. Pero España no es diferente, y sin hacer transhistoria, podemos observar que el discurso del odio se extiende de EE.UU. a la Unión Europea, de la derecha a la izquierda, del Norte al Sur global, aunque sea la extrema derecha quien trolea, planifica y alimenta esta política antisocial que en el fondo es el pogromo restaurador del capital financiero y sus arietes: las big tech. En otras palabras, como sigamos así no nos quedará cara de libro (Facebook), sino de bobos. Pues hay que saber que polémicas azuzadas desde el poder mediático no tienen otro fin que realizar un principio básico de la estrategia militar: divide et impera. Y nadie tan interesado en dividir y dispersar a la gente como los hijos del IBEX35, los fondos buitres y los halcones del Pentágono, que ya lograron el BREXIT, continuaron con la OTAN y la guerra de Ucrania y les falta culminar la estrategia de derrumbe de Bruselas con el giro a la extrema derecha en la mayoría de países que componen el fallido proyecto comunitario desde el Tratado de Maastricht. Próxima objetivo: Alemania, con el beneplácito del señor Musk. De ahí la necesidad de tejer, de coser y del amor, del cante con el cuerpo que flama en la alegría de vivir y resistir. Una posición diametralmente opuesta a la práctica de los sufridores, que decía Correa. Vindicamos aquí una lógica contraria a los odiadores profesionales porque es tiempo de aprender a construir espacios de comunicación con confianza, y no tóxicos, o seremos presos de los disparates de twitter, rehenes de los bots de quienes tienen robots y esclavos para servirles, y nos proyectan como único horizonte posible de vida el tecnofeudalismo. Y no es una boutade. Como ilustra Andrew Marantz en “Antisocial” (Capital Swing, 2021), los Proud Boys, Qunon y antes el Tea Party tienen su origen en la llamada nueva derecha cowboy de Ronald Reagan, auténtico pionero de la deriva con la que se pregona el libertarismo reaccionario de dirigentes como Milei en Argentina, a partir de lecturas autonomistas y una visión contraria al Estado, una suerte de discurso prepolítico que hoy se justifica con la infoxicación o el ruido en redes como la mejor expresión de la Primera Enmienda, como el derecho a decir cualquier barbaridad, IDA mediante, en la vomitiva diarrea del ocio convertido en neg/ocio. Se confunde así libertad de expresión con incontinencia verbal de las psuedoimpresiones. Esta dinámica ha terminado contagiando a la militancia de izquierda, inconsciente que tras la pandemia la vuelta a la normalidad se ha traducido en la dilución del espacio público, el repliegue sobre lo privado o doméstico, no como patología sino como síntoma de disciplinamiento del capital, como un proceso de restauración conservadora que, en nuestro caso, con los Florentinos y Ana Rosas de turno, pretende imponer un modelo de país de palmeros. En esa dialéctica nos hallamos, y en este marco nos quieren encuadrar en la medida que, de este modo, se garantiza el statu quo, el capitalismo de plataformas que concentra el poder económico, político y militar.

En el tecnofeudalismo, el medievo digital es un orden del enclaustramiento, de los riders y el esclavismo de las pantallas, la distopía del cocooming, los cosmopolitas con collar y no de cuello blanco precisamente, sino de animales domésticos sin compañía, entretenidos con las redes, las revistas de decoración interior y, en pleno siglo XXI, con el juego de roles propia de la generación otaku y sus derivas hikikomori, encerrados en la fantasía de un universo virtual que es el propio cuarto doméstico. La economía austericida exige, bien lo sabemos, que la fuerza de trabajo permanezca inmóvil, silente, impávida e ilota, siempre bajo supervisión, monitorizada por los dueños de todo capital. La doctrina del shock es sobre todo eso: aislamiento psicológico y social. La primera víctima, la confianza, la negación del principio esperanza, la crisis en fin de la democracia, pues prima el lavado de mente sobre el que Pasolini y Godard ya pensaron a propósito del colapso cultural que vivimos. El trumpismo, en este escenario político que nos domina, es el feudalismo capitalista, el neofascismo de contención que programa las víctimas a sacrificar del próximo asalto criminal de la acumulación por desposesión. En este campo, la política espectacular es la retórica del miedo por otros medios. Y los GAFAM el canal de escenificación o ecosistema natural de intervención a modo de guardabarreras de todo dominio público, convertidos en porteros de la desinformación. Por ello, si el alisamiento del conflicto es, en palabras de Byun-Chul Han, una suerte de anestesia permanente, ha llegado el momento de ocupar la calle, construir puentes, superar los miedos, luchar contra los especuladores de la vida y los traficantes de la moral. Más aún cuando sabemos que el ascenso del fascismo es consecuencia del imperio del terror y la reclusión en el hogar. Empecemos pues a dejar de ser teledirigidos, volviendo a las tabernas, ocupando las calles, tejiendo y cantando en los patios y plazas desde la fraternidad perdida, aprendiendo de la sororidad, y también del silencio. Sumar y transformar un país no se consigue con mucho ruido y pocas nueces. Aprendamos de la sabiduría popular. Sin ira, libertad. En otras palabras, hemos de apostar por la autonomía política, los derechos sociales, las libertades públicas y un proyecto federal, unitario, popular y referente para el conjunto de los actores políticos del Estado. Y ello no es posible, en modo alguno, sin una estrategia y política general de comunicación.

Infodemia

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No sabemos si el tecnofeudalismo es un régimen de información de la cultura visual o memética o el imperio de los necios, pero el caso es que tipos como Elon Musk nos está imponiendo un yugo invisible que no cesa, que impone una agenda de terror para lograr, como siempre, el principio de acumulación.

Es seguir el rastro del dinero y entender el trumpismo, en Washington o Madrid. Un latrocinio organizado a base de furia y odio modo Fox News para lo que es preciso mantener (entre)tenido al personal. En otras palabras, el ruido digital nos obnubila el cerebro, nos distrae de lo esencial.

La Generación Nesquik o ColaCao debiera, por lo mismo, renunciar a la instantaneidad como cerco o matriz opresiva, por contribuir al cultivo de una cultura de la desidia y la obediencia debida que amenaza la democracia. El procesamiento estresante de la información tiene, de hecho, efectos inmediatos en el comportamiento y actitudes antisociales y, por ende, en la dialéctica política que transforma la democracia en memocracia. Y a los actores políticos en trasuntos virales de la infodemia que alimenta el fascismo digital.

Las violencias vividas a diario en el Congreso de los Diputados e, incluso, en el entorno de Ferraz, tienen, como toda forma de disciplinamiento, un precedente simbólico, un cerco informativo que lo hace posible y blanquea o justifica la dialéctica voxiferante del insulto y la agresión verbal.

Ello es posible por las condiciones sociales de recepción de los discursos del odio. Así, el efecto burbuja da cuenta de un ecosistema cultural aislacionista, con pérdida de sentido y morada, y un ethos como refugio del mundanal ruido, amenazado por la disolución del vínculo y lo común.

El intrusismo digital es lo que tiene: la imposición de una economía de la distracción (que llaman, para equivocarnos, de la atención) que todo lo ocupa. Los datos son reveladores. Ya en 2016, cada usuario miraba el móvil 80 veces al día; hoy, más de 270 veces.

A ello cabe añadir el integrismo nacionalcatólico en nuestra patria, con operadores políticos como Abogados Cristianos o Hazte Oír que, a la sazón, actúan como sus equivalentes evangélicos o sectarios en el imperio decadente de Trump: hablamos del conservadurismo cultural y la deriva autoritaria de la oligarquía en las pantallas de los medios mercantilistas, la llamada oportunamente «caverna mediática».

Como resultado, la cueva digital es hoy una suerte de enclaustramiento vidrioso, el cierre social de un espacio supuestamente libre o neutro que nos retrotrae al feudalismo y la servidumbre de los señores del aire o, más bien, sería preciso calificar a los Musk de turno como «mercaderes de la información».

De la competencia por tomar la palabra y decir a la cultura de la atenta escucha, del monólogo narcisista al diálogo cooperativo, de la unidireccionalidad a la cultura Wikipedia, hay una brecha por salvar que afecta sobremanera a la izquierda y a la que históricamente hemos prestado poco o nulo interés.

Si esto último se verifica y no se pone remedio se impondrá, al socaire del mal gobierno de los memos –borbónicamente hablando–, la hoja de ruta del capital financiero internacional que, como ya sabemos en los años treinta del pasado siglo, empieza por imponer su lógica contable y termina por contar cadáveres: su medio de acumulación es la muerte, o la guerra.

Así que tomemos nota y empecemos por apropiarnos de estas lógicas de intercambio. Si bien es cierto que la era del collage, la era de la copia, en la cultura de la repetición y el remake característica del revival, resulta una forma antiestética y postvisual del orden que reina en la cultura digital, convengamos en reconocer que la adaptación creativa de las culturas subalternas siempre es posible.

Y como bien reza el sentido común, “hasta que el pueblo los plagia / los memes, memos son / y cuando los plagia el pueblo / ya nadie sabe el autor”. Pues la era del montaje no la define la lógica de la emulación a lo Sálvame, sino el principio de producción de lo común, siempre y cuando se pase de la risastencia a la resistencia: de la cultura del chascarrillo nacional a la carcajada y el humor proyectivo.

Lo contrario es el imperio del entretenimiento, lo que Daniel Triviño denomina la «memetización de la política». La fantasía de la nada. Un espacio de circulación en la que todo vale y que facilita el orden de la sinrazón, la pura barbarie como violencia simbólica internalizada por youtubers y aficionados a la superchería publicitaria de una suerte de narcisismo primitivo.

Ya ven, estamos de nuevo en la antipolítica o la politización del arte del disimulo. La historia como farsa. Toca, pues, pensar este tiempo neobarroco y ensayar un renacimiento en defensa de la política de lo común y de la vida.

Mileistas

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Hoy que vivimos rodeados de medios zombis que disimulan que nada acontece mientras discurre el colapso del sistema y se acumulan los cadáveres, en una suerte de remake de la matanza de Tejas en forma de genocidio en Gaza santificado por los cuatreros de la internacional televangelista, la lectura de Monstruos del mercado, de David McNally, se torna del todo pertinente. No sólo aporta claves para entender este capitalismo vampírico de la globalización neoliberal y tecnofeudalista que, con sus excrecencias y figuras terroríficas, nos consume y devora sin mediación posible. Aporta además una cartografía para deconstruir la anatomía política del mielismo o la barbarie de la espectralidad fantasmática de lo monstruoso, y no porque Milei sea, como se dice coloquialmente, un fantasma, más bien un personaje del Mago de Oz, sino porque su política de terror, con motosierra de Viernes 13, es en realidad, como designa la palabra, una advertencia de la aporofobia y la criminalización de la protesta que Bauman ya describió como lógica consustancial al neoliberalismo y que, añadiríamos nosotros, marca el origen de la modernidad capitalista. Estos días de descanso con la familia en Argentina hemos corroborado estas tesis sobre el horror, la política del miedo y la proyección espectral de los herederos de Reagan, viendo cómo se reprimía duramente a los pensionistas al tiempo que se calificaba a los diputados del Congreso de degenerados por aprobar medidas de subida de las prestaciones jubilatorias. La teatralización de Milei no es casual, como las escenas altisonantes de Vox y el PP en el Congreso. Son siempre escenificaciones perversas de la política de lo peor. Una representación de la disciplina de clases, de la guerra contra los pobres, de la estética punitiva, de la dominación como norma.

En este marco cabe comprender la matriz primigenia del discurso de la monstruosidad como la forma secular de la creación de un marco naturalizado de dominación de unas relaciones sociales degeneradas, codificando, por una suerte de inversión semiótica, todo derecho de la mayoría como corrupción, como una cosa deforme y siniestra. Lo más sorprendente es la fascinación, de fascio, que esta lógica discursiva tiene en la mayoría, no tanto por su dimensión nacional-popular de lo tragicómico-grotesco como la efectiva proyección abismal de lo terrorífico. Es la forma de mediar, en el lenguaje y los medios, las tensiones del capitalismo tecnofeudal contra la plebe, la morralla, el perral, los bárbaros o la manada, sea esta MENAS o los okupas. La misma racionalidad perturbadora tiene el discurso de Trump en campaña sobre migrantes que comen mascotas apelando a un difuso espíritu maligno, un espectro informe, bestial y amenazador, una turba caníbal que proyecta la potencial y fantasmática ola destructiva de la turba inmunda. Más allá de la disonancia cognitiva y el evidente desplazamiento sistemático de la realidad por la retórica de góticos relatos, ambos actores políticos, y en general la ultraderecha voxiferante, recuperan la voz de Burke y su discurso contrarrevolucionario, de clara violencia simbólica, contra las clases subalternas para ocultar el pogromo del capital financiero con sombras funestas. Soterrado persiste una economía política de la explotación intensiva sin contención, precapitalista, tecnofeudal diríase, que recupera tropos del desmembramiento y la anatomía política del cuerpo con formas autoritarias de disciplinamiento. Ahora, no todo es relato. Para que estos discursos resulten efectivos siempre es preciso, bien lo saben los Mileistas, el liberticidio. No hay proceso de restauración conservadora sin teratología informativa. En los últimos meses, Milei (no hablamos de España para no cansar) ha desplegado una batería de medidas para acallar voces. Una de ellas ha sido la intervención de la Defensoría del Público, una institución creada por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La medida en contra de los derechos de la ciudadanía y las libertades públicas con procedimientos irregulares y al margen del marco normativo y del propio espíritu de la ley que regula la creación y funcionamiento de toda institución de dominio público ilustra bien lo que representa un claro retroceso democrático y una anomalía desde el punto de vista del derecho. La anatomía política del despotismo y la excrecencia de lo monstruoso en el discurso de lo degenerado a lo Milei no admite anomalía democrática alguna, por definición esto, paradoja doble del bucle recursivo, es propio de castas y bestias insaciables. De ahí el estado de excepción como norma. Suspensión del derecho, supresión de instituciones garantistas, vulneración del principio de autonomía institucional, intervención arbitraria de organismos fiscalizadores y, para reforzar el bucle despótico, una estrategia de amedrentamiento de las organizaciones gremiales, académicas y culturales de la sociedad civil del sistema nacional de comunicación.

De paso el presidente de Argentina, por decir algo, ha aprobado una norma restrictiva de acceso a la información pública de la Casa Rosada, vulnerando el principio de transparencia. Pues de ello se trata, no hay novela gótica de terror sin penumbra que enrarezca y oscurezca el escenario. En la cultura del oculocentrismo contra la ilustración, esta poética del horror y del cerco informativo, junto al discurso del odio patológico, forma parte de la guerra de clases, que además de nublar el juicio e inhabilitar toda posibilidad de conocimiento, proyecta sobre el otro formas abyectas de dominación, de confusión de lo público en manos de lo privado, de privatización de la opinión pública por la dinámica de la separación del desquiciado proceso de fractura del cuerpo político, siguiendo con las metáforas de la anatomía. Toca pues producir una suerte de Scary Movie, reírnos de la retórica terrorista como una mala película de serie B, apenas una mala pesadilla, sobre la que podremos recordar y resistir, abonar la alegría del inframundo, mostrando los cuerpos de lo que el orden de Milei considera deforme y degenerado, proyectar públicamente, en fin, la ética del sufrimiento con canto sin cuentos fúnebres. La ironía y el humor son, ciertamente, el más poderoso dispositivo, junto al amor, para una pedagogía de la esperanza. Así que frente a Milei, más Gila o Capusotto, que no somos gilipollas, ni pelotudos, y cuando nos hinchan las bolas, salimos a la calle de carnaval, con batucadas, para hacer vibrar, con otra forma de temblor, los tambores de guerra anunciando que estamos locas del coño y vamos a por ellos, la verdadera casta, para que el miedo cambie de bando. En el cementerio de lo real, de las luces y sombras conocemos bien todo tipo de deformaciones e inversiones semióticas, sabemos cómo son las cosas, y ya no nos da miedo cantar ni contar lo que duele.

Fascismo digital

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El ruido digital nos obnubila el cerebro, nos distrae de lo esencial. La generación neskuik o colacao debiera, por lo mismo, renunciar a la instantaneidad como cerco o matriz opresiva, por contribuir al cultivo de una cultura de la desidia y la obediencia debida que amenaza la democracia. El procesamiento estresante de la información tiene de hecho efectos inmediatos en el comportamiento y actitudes y, por ende, en la dialéctica política que transforma la democracia en memocracia.

Las violencias vividas en el entorno de Ferraz y el Congreso tienen, como toda forma de disciplinamiento, un precedente simbólico, un cerco informativo que lo hace posible y blanquea o justifica. Ello es posible por las condiciones sociales de recepción de los discursos del odio. Así, el efecto burbuja da cuenta de un ecosistema cultural aislacionista, con pérdida de sentido y morada, y un ethos como refugio del mundanal ruido, amenazado por la disolución del vínculo y lo común. El intrusismo digital es lo que tiene, la imposición de una economía de la distracción (que llaman, para equivocarnos, de la atención) que todo lo ocupa. Los datos son reveladores. Ya en 2016, cada usuario miraba el móvil 80 veces al día, hoy más de 270 veces. A ello cabe añadir el integrismo nacionalcatólico, el conservadurismo cultural y la deriva autoritaria de la oligarquía en las pantallas de los medios mercantilistas, la llamada oportunamente caverna mediática. Como resultado, la cueva digital es hoy una suerte de enclaustramiento vidrioso, el cierre social de un espacio supuestamente libre o neutro que nos retrotrae al feudalismo y la servidumbre de los señores del aire o más bien sería preciso calificar a los Musk de turno como mercaderes de la información.

De la competencia por tomar la palabra y decir a la cultura de la atenta escucha, del monólogo narcisista al diálogo cooperativo, de la unidireccionalidad a la cultura Wikipedia hay una brecha por salvar que afecta sobremanera a la izquierda y a la que históricamente hemos prestado poco o nulo interés. No sabemos si el tecnofeudalismo es un régimen de información de la cultura visual o memética o el imperio de los necios. Lo cierto es que si esto último se verifica se impondrá, al socaire del mal gobierno de los memos, borbónicamente hablando, la hoja de ruta del capital financiero internacional.

La clave está en cómo apropiarnos de estas lógicas de intercambio. Si bien es cierto que la era del collage, la era de la copia, en la cultura de la repetición y el remake característica del revival, una forma antiestética y postvisual del orden que reina en la cultura digital, convengamos en reconocer que la adaptación creativa de las culturas subalternas siempre es posible. Y como bien reza el sentido común “hasta que el pueblo los plagia/los memes, memos son/y cuando los plagia el pueblo/ya nadie sabe el autor”. Pues la era del montaje no la define la lógica de la emulación a lo Sálvame, sino el principio de producción de lo común siempre y cuando se pase de la risastencia a la resistencia. De la cultura del chascarrillo nacional a la carcajada y el humor proyectivo. Lo contrario es el imperio del entretenimiento, lo que Daniel Triviño denomina la memetización de la política. La fantasía de la nada. Un espacio de circulación en la que todo vale y que facilita el orden de la sinrazón, la pura barbarie como violencia simbólica internalizada por youtubers y aficionados a la superchería publicitaria de una suerte de narcisismo primitivo. Ya ven, estamos de nuevo en la antipolítica o la politización del arte del disimulo. La historia como farsa. Toca pues pensar este tiempo neobarroco.